La resonancia de los suplicios

El suplicio penal no cubre cualquier castigo corporal: es una producción diferenciada de sufrimientos, un ritual organizado para la marcación de las víctimas y la manifestación del poder que castiga, y no la exasperación de una justicia que, olvidándose de sus principios, pierde toda moderación. En los "excesos" de los suplicios, se manifiesta toda una economía del poder. Michel Foucault, Vigilar y castigar, Siglo XXI editores, Buenos Aires (2002)

Nombre: blanconegro
Ubicación: Argentina

28 noviembre 2009

Más allá de los bordes de la barranca, vuelan los biguás, marcando círculos cada vez más pequeños, hasta posarse en la exacta roca que constituye su sitio de descanso.
Abajo, el río ha marcado su senda, con pequeñas modificaciones que a veces logra al derribar un árbol o rodear una piedra.
El agua se desliza con un murmullo suave, apenas interrumpido por algunas risas o el mugido de un ternero que ha perdido a su madre.
Una curva del río rodea un potrero donde pastan algunas ovejas, bajo el cuidado del hombre que vive allí, en una casa pequeña, protegida por la barranca, aislada pero acogedora.
Por las tardes, después de terminar sus tareas, el hombre y su compañera se sientan, mirando hacia el Oeste, donde el sol brinda su espectáculo irrepetible.
Entre mate y mate, ella le lee sus libros preferidos, mientras él entrecierra sus ojos, que a veces se niegan a ayudarlo.
En la voz de ella, van creciendo mundos, llenos de brillo, vibrantes, poblados por seres plenos de vida, construyendo historias y futuros.
En el silencio de él, callan todas las preguntas.

Cuando las luces del día se van,
surge una niebla fina,
pálida, olorosa.
Las aguas parecen aquietarse
mientras se apagan, lentas, las últimas llamas.
Una a una, van hundiéndose
las que fueron flores, ahora barro.
Se confunden manadas de fieras
peleando como hombres
disputando restos miserables,
entre gritos, estruendos, sirenas.
Río misterioso, alguna vez cristalino,
cuando nace en las montañas,
atraviesa el país continente,
entre reverencias y luchas
se van oscureciendo las aguas,
lavando los pecados de los hombres.
Y al fin, esta ciudad infranqueable,
entre su curso y el mar.
Plegarias sin fin, día tras día,
hermandad de los huérfanos sin nombre,
confundidos avizorando mejores destinos,
purificados, salvados.
Milagro perpetuo en las aguas,
perpetua miseria en las calles.

Hasta cuándo crecerán los muros,
hasta dónde.
Aplaude Occidente, relucen fuegos de artificio,
se chocan copas, se estrechan abrazos,
porque hace veinte años un muro
cayó a pedazos porque ya no servía.
Era un símbolo, no una barrera,
un muro pequeño,
entre dos partes tan poco distintas.
Mientras, día tras día,
con todo el impulso del odio y del miedo,
la cobardía y la infamia,
crecen gusanos insomnes,
en África, en Asia, en América,
interminables serpientes,
de acero, de concreto, de piedra, de abismo.
Alucinados ingenieros, títeres diseñando alturas,
ancho, resistencia, alarmas,
posibles pasos, puestos de control,
armamento y defensa.
En cada metro el sufrimiento,
como en la China milenaria
monumentos mortuorios cercando moribundos,
aislando lo feo, protegiendo lo inútil.
Y los muros crecen, más fuertes y crueles,
mientras la luz apunta
al pequeño muro que cayó,
a todos los rubios que brindan,
a los consumidores que nacen,
aunque mueran niños,
aunque mueran ríos,
aunque el mundo muera.

Hoy por la tarde , son las acacias quienes intentan llegar hasta el centro exacto del fondo del remanso en el que se esconde el último de los frutos que, una vez maduros, son capaces de parir unos hermosos elefantitos, azules y violetas.
Hace tiempo que vienen intentándolo, pero se demoran, enredadas entre algunas espumas o viéndose en los espejitos que construyen la arena y la ceniza que llegó en la noche del jueves.
Parece que les molesta un poco el viento, pero yo les dije que no se preocupen, el viento se va ir pronto, no le gusta cómo lo miran ellos ni el sonido con que lo saludan.
Yo he tratado muchas veces de ayudarlas, me gustan tanto las acacias, pero son tercas, se resisten y eso las hace un poco adorables, pero no todos son capaces de soportarlas cuando les da por lanzar esas espinas largas que les crecen entre la corteza y los brotes tiernos. Son bravas las acacias enojadas, me dijo una vez una amiga que las conoció cuando vivía en África. Pero claro, esas son las acacias africanas, las de acá son más mansas, menos agresivas, salvo si una las distrae en sus tareas o cuando les están saliendo las flores, debe ser porque las hormonas se les desequilibran un poco.
Y el río se ha puesto bravo, las correntadas conducen todas a la roca negra, me parece que ha decidido que no dejará que nadie le robe lo que tiene que cuidar.
Pobres acacias, tampoco elllas acunarán elefantitos azules y violetas en esta noche de luna llena.

Este verano cambió el sonido del arroyo. Tal vez sea que la sequía le quitó música o que los años le han restado agudeza a mis oídos. Pero aún así, atenuado, su murmullo me sigue acompañando, como hace cincuenta años, como siempre lo hizo.
El monte cambió, los pinos ahoradibujan figuras sobre los cerros. Llegaron amigos que ahora ya no están; los tiempos felices y los otros fueron desplazándose, a veces paulatinamente, otras a los golpes.
Creo haber vencido, o al menos haber contribuido a la victoria, sobre las correntadas salvajes que arrasaban caminos y campos. Ahora hay pavimento donde hubo huellas, soja donde se sembraba lino. Las vacas criollas sólo persisten en los campos altos, salvajes y ariscas como el viento, desafiantes a los embates de la genética. Qué quieren cambiarle al ganado de los cerros, si de eso se encarga la naturaleza desde hace siglos. Ni habrán imaginado sus antepasados de los valles de Andalucía que su descendencia procrearía entre piedras grises y espinillos.
Tampoco hubiesen imaginado los oficiales del ejército español que los tataranietos de sus tataranietos serían peones en los camposque les pertenecieron.
A veces creo que el seguir viviendo, quedándome cada vez más solo, es parte de mi Purgatorio. Por lo que hice pero más que nada por lo que dejé de hacer, por haber sido tan terco, tan intolerante con mi propia sangre, con quien era el portador de mi apellido, la continuidad de la familia.
Él ya no está, aunque algunas tardes me parece escuchar su risotada, su guitarra, el ruido de su moto al pasar la subida del arroyo.
Pero me doy cuenta que sólo es una alucinación, un momento breve de esperanza, que muere con el estampido seco del fusil que él eligió para morir. Y después, sólo el silencio y las lágrimas que aún se niegan a salir.

20/12/72
Es verano, es diciembre, tengo 12 años. Me parece un buen momento para decidir qué haré en estas vacaciones. Para empezar, tengo que conseguir que me dejen ir sola al río. Sé nadar desde que tengo memoria, conozco cada lugar y cada persona que vive por acá, son casi como familia. Siguiendo, tengo que convencerlos que mi cumpleaños lo pasemos en los sauces, es el mejor lugar, al tío Carlos le gusta opinar pero la fiesta es mía, que no joda.
Tengo que animarme a pedirle a la tía que haga empanadas y que lo dejen al Claudio una semana en casa, total ahora no hay clases.
Quiero ir todos los días al río este verano, hasta que deba volver al encierro. Extraño a algunas de las chicas, pero son tan largas las semanas allá...

03/11/09
Resulta extraño esto de estar escarbando dentro de los propios recuerdos para encontrar algo, que se supone además debe interesar a otros. No lo escuché del todo o con la atención debida a Cheever, a veces se me queda una parte de la atención por otro lado. Hoy me me está dando vueltas una conversación con mamá. No dejará nunca de asombrarme el entusiasmo que tiene, hoy era la poesía de Roa Bastos, pero si alguna editorial la contratara para promover a un escritor, no dudo que lo haría best seller en un par de semanas.
¡Qué hubiese sido de su vida, si siempre hubiese dispuesto del tiempo y comodidades que tiene ahora! Es tan tremendamente joven que a veces no puedo menos que envidiarla. Y eso me sucedió hoy...

21/11/09
El insomnio alimenta por igual proyectos y recuerdos, modificándolos a ambos a su antojo. Se entrelaza lo que ya fue con lo que pudo haber sido, formando una red que me va atrapando, cubriendo, acariciando, hasta que el sueño llega...

02 noviembre 2009

Si por alguna extraña variación del destino
me fuese permitido volver a nacer
quisiera que fuese en este mismo lugar,
los atardeceres largos de las sierras,
el canto de las reinas moras buscando nido
el olor del pan recién horneado.
Mis primeros años tranquilos
y vos, viejo, siempre ahí.
Hablabas poco, lo suficiente,
pero siempre estabas ahí,
ojos claros que lo entendían todo,
manos que nunca se cansaron.
¿Sabías que fuiste mi armadura, mi escudo,
sostén cuando mis fuerzas se iban?
¿Sabías que tus manos estaban en mis hombros
cada vez que quisieron quebrarme?
Hoy te has ido, y yo no estuve ahí.
Si por alguna extraña variación del destino
me fuese permitido volver a vivir
tan sólo eso quisiera cambiar.

Entre las ruinas de la ciudad rota, asoma su mirada un niño. Ojos negros, cara sucia, busca su casa, su escuela, el mercado. No los encuentra, sólo escombros y polvo. En lo alto, el sol atraviesa el cielo, como todos los días, indiferente a lo que sucede más allá de él. El viento levanta pequeñas nubes, forma remolinos que esparcen olor a pólvora y humo.
Pasan las horas, aparecen otras personas. Animales asustados aúllan por momentos. A lo lejos, algunas explosiones, disparos aislados, el eco de una sirena, el motor de un vehículo que intenta circular entre los escombros.
El niño camina, ya no está solo, lo acompaña un perro viejo. En los árboles desgajados no hay pájaros, ellos pudieron escapar.
Por la noche, niño y perro duermen abrazados. En sus sueños, reencuentran su paisaje, los verdes, las voces, el sol, las risas. Todo es territorio conocido.
Una sonrisa en el rostro del niño, un leve temblor estremeciendo el cuerpo cansado del perro.

A veces, por la tarde, la luz se vuelve pálida. Elisa corre las cortinas y cierra las ventanas. En la oscuridad, despierta el murmullo de las cucarachas desplazándose entre los tablones, en los cielorrasos, tras de los zócalos. Esta casa es tan vieja que ya hay más vida oculta que vida a la vista.
La frazada a cuadros, memoria de la época de los viajes a Londres para huir del calor, cubre mis piernas muertas.
La veo a Elisa alejándose, vuelvo a quedar solo. Me duermo y sueño que puedo correr, que somos niños, que no caímos, que papá no la eligió a ella.
Despierto solo, entre sombras.
La luna aún no ha salido.

La argentinidad se expresa fácil
simplemente se permite
a los hinchas cruzar el puente.

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Una nube roja, naranja y humo
una bola de metal ardiente
cae, sobre el morro.
Sólo el piloto muere.
Los de abajo, ya estaban muertos.

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No fue necesario escucharlo,
siempre lo supe.
No agregaste nada a mi dolor.

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Nunca lo escuché quejarse.
No sé si no sufrió
o no quiso contarlo.

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Se estrellan las palabras.
Una a una mueren.
La estupidez es el blindaje más infranqueable.

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Azules alas de tul, relucientes lagartijas surcando las arenas de un desierto candente. Alas azules de sueño cobijando crías de un pájaro azul, que huye raudo de las fauces de un dragón milenario de alas naranjas. Naranjas de fuego colgando de las ramas torcidas y negras de un ciprés nacido en el naranja fuego de un infierno rojo con rojas serpientes agitando ese fuego. Aúllan feroces lobos de ojos amarillos queriendo atrapar a viajeros perdidos en días de furia encerrados en laberintos sin minotauros salidas selladas para quien no tiene alas de cormorán ávido de océanos poblados de monstruos bullendo en el fondo atravesado de algas como medusas viscosas, con alas azules que tratan de alcanzar una nube que atraviesa el cielo trazado de relámpagos que brillan como ojos de cacatúas blancas al salir el sol, abriendo sus alas blancas chillando furiosas, queriendo destruir los ojos impúdicos que vieron el alma de un demonio al atardecer de un día de tormenta entre las alas azules de un zorzal ciego que anidó entre las ramas de un tamarindo rosado, que cubre el desierto en que vagan lagartijas relucientes tornasoladas.

Al lado unos lirios, que aún no florecen. Se los ve tristes, con las hojas caídas, mirando hacia sus rizomas que, hartos de estar debajo de la tierra, han asomado para ver qué es eso que llaman sol. Y se los ve, como gusanos gordos entrecruzados con las gramillas que insisten en invadirlo todo, a pesar de los conejos de orejas lilas que se alimentan de ella.
Las marimonias, cálidas y amarillas, esperan la hora del té. El jardinero, a quien ellas y todos los habitantes de aquí creen un ángel, les ha prometido un rato de sol adicional si no molestan a las abejas que vienen a libarlas. Ellas lo prometieron y cumplirán gustosas, gozan casi más de lo debido cuando las abejas se posan en su centro negro y las acarician con sus patitas, mientras les hablan suave al oído. Pero nunca se llevaron bien con esos bichitos de cascarón brillante que a veces las invaden, no soportan su dureza ni la arrogancia con que se instalan entre sus pétalos.
Más tarde, una lluvia finita cubre todo de un silencio apenas azul, interrumpido sólo por un leve murmullo de alas que se mueven, buscando refugio allá lejos, en lo profundo y oscuro de los robles que crecen en el valle.

Siempre le gustó vivir en el pueblo al Walter. No le gustaba el campo, no se levantaba temprano ni en el verano. Si no había sol alto, no salía de la pieza. La escuela tampoco le gustaba mucho, la maestra siempre se quejaba. El Walter le daba problema siempre, hasta en los recreos, si no se agarraba a piñas, pateaba a alguno jugando a la pelota o le decía guasadas a las chicas.
Sí, al Walter le gustaban las mujeres desde que era chiquito, lo terminaron echando de la escuela porque había agarrado la maña de espiar por la ventana del baño de las chicas, se enojó fiero el Gringo Pastore, cuando lo supo por su hija, y él era el presidente de la comisión.
La maestra aprovechó para quedar bien con el Gringo y lo echó al Walter, tenía como 10 años pero ya no lo podía controlar. Y me parece que ella lo miraba con ganas al Gringo, pero él no le hacía caso, la mujer lo sabía tener cortito al Gringo, no lo dejaba solo a sol ni a sombra. Buena gente el Gringo, aunque un poco cagador con los piones, si les podía pisar un peso, lo hacía. Pero pagaba siempre, y daba trabajo casi todo el año.
Después, al Walter no le gustó ser peón y se fue a Buenos Aires cuando pudo juntar para irse.
Decía que trabajaba con un taxista y que vivía con la tía de la Rosa, en Claypole. Pero la tía nos contó después que al principio sí, pero que cada vez lo veía menos.
Dice que muchas noches no volvía a dormir, le decía que trabajaba con el taxi. La tía dice que después empezó a venir un amigo que a ella no le gustaba mucho, dice que era compadre y agrandado.
Si el Walter estaba durmiendo, lo hacía levantar y se iban los dos, después el Walter volvía raro, no le hablaba y se acostaba, a la hora que fuera..
A veces el Walter le traía un regalo a la tía, un reloj muy lindo le regaló una vez, parecía de oro, le dijo que lo había encontrado en el taxi, y como era de mujer se lo dio a ella, le dijo que la quería como si fuera su madre, la hizo lagrimear a la tía.
Dice también la tía de la Rosa que una vez se enojó mucho con ella porque le quiso agarrar la mochila de él que la había dejado tirada, ella lo único se la quería guardar, dice que la encontró muy pesada y que hizo ruido como si tuviera algo de fierro adentro. Llevo las herramientas por si se rompe el auto, le dijo el Walter. Puso la mochila abajo de la cama y le dijo a la tía de la Rosa que nunca más la tocara.
Parecía que andaba bien, tenía linda ropa, nueva, hasta una campera de cuero se había comprado.
Pobre Walter, ahora nos venimos a enterar que lo mataron en un asalto a un banco en Buenos Aires. Seguro que había ido a guardar algo de plata, para cuando viniera a fin de año.
Mala suerte el Walter, quedó entre la policía y los ladrones, dicen.