La resonancia de los suplicios

El suplicio penal no cubre cualquier castigo corporal: es una producción diferenciada de sufrimientos, un ritual organizado para la marcación de las víctimas y la manifestación del poder que castiga, y no la exasperación de una justicia que, olvidándose de sus principios, pierde toda moderación. En los "excesos" de los suplicios, se manifiesta toda una economía del poder. Michel Foucault, Vigilar y castigar, Siglo XXI editores, Buenos Aires (2002)

Nombre: blanconegro
Ubicación: Argentina

16 junio 2010

El silencio está dispuesto, golpea y golpea sin pausa, girando sobre sí mismo, vano intento que a veces logra avanzar, para reunir fuerzas y seguir avanzando, entre vetas de tierra, piedra, arena, fango, roca.

Como un trépano enloquecido tu recuerdo traspasa mi memoria y la tarde se viste de luces. Son los dorados de las llamas que un día te ocultaron, son las sombras que se estiran cuando llega la noche, caminantes huidizas que quisieran librarse del peso de estar unidas a un cuerpo, sombras que quisieran apoderarse de los sonidos repetidos por la cascada que cada día dice su canción entre los árboles, las rocas y el silencio.

Está dispuesto el mantel, la mesa está servida para que por una vez los huérfanos puedan conocer la dulzura de dormirse entre brazos suaves, mientras las horas golpean y golpean, envolviendo el día y la noche, atravesando escalones de sueño.

Vuelan hacia el Norte las garzas oscuras, huyendo del frío. Son flechas lanzadas hacia las nubes, mensaje cifrado sobre una página azul, para ser develado por un profeta que anuncia los hechos escondidos en la eterna espiral del futuro.

Me detengo y te miro. Es como si no te hubiese conocido nunca, como si nunca hubiesen estado juntas tu sombra y la mía.

12 junio 2010

Otra vez están sucios los vidrios y las cortinas parecen de duelo, como si se les hubiese dado por recordar cuando aún eran algodón creciendo en Atlanta y los ojos negros estaban llenos de lágrimas y los dientes blancos apenas podían contener el grito, para salvar esa vida que valía poco y a veces los perros eran los que decidían. Suerte de perros tenían esas bestias que cada mañana probaban la sangre, los gritos, pero nunca pudieron seguirle el rastro a Lucinda, la que pudo escapar porque hubo algo más fuerte que el miedo, no pudieron encontrar su rastro los hombres ni los perros. Ahora Lucinda se ríe, volvió a encontrar la tierra, caminó y caminó hacia el sur sin descansar. Las tardes le dieron abrigo hasta que llegó a la selva mexicana, los quetzales naranja aletean alegres con la voz de Lucinda y yo estoy acá en un atardecer nublado y triste que no se decide a partir y la noche que no llega como no pudo llegar aquel tren el día de Pascua que todos estuvimos esperando y se había descarrilado y rompió el puente y ya nunca más volvió a pasar por acá, por esta ciudad que a veces, cuando se niega a presentarse la noche hace como que respira profundo y se traga de golpe los sueños de los desprevenidos, esos que creen que un sueño no requiere precauciones y cuidados especiales, pero son tan esquivos los sueños que se aprovechan del menor descuido para escapar y quedarse agazapados atrás de los zócalos, entre las molduras y si se presenta un balcón , mejor, ese es el sitio que más los favorece. Por eso, quizá deba deba irme a otra casa, con un balcón grande y sombreado, como el que había en la casa del tío Pedro, era tan linda esa casa con glorietas y sillones. A la siesta, siempre se podían encontrar pájaros en el jardín, en los robles llenos de nidos y ramas para trepar y ver esos huevitos azules, verdes o con pintitas color chocolate, brillantes con una promesa escondida dentro, si uno sabía mirar desde el ángulo exacto o si tenía memoria de cómo sonaban las voces cuando estaba por llover.
Y ahora, noche nubes frío la calle desierta las puertas cerradas la cama aún vacía.

I
No, no estoy en falta. Es el viento que se niega a empujar las velas para que puedas alejarte de estas costas que ya no tienen nada que ofrecer.
O quizá sea eso lo que has imaginado.
Porque aquí están las flores, aún suenan los bronces que guían a la Banda de Arribeños mientras recorren las calles del pueblo. Quedan las miradas asombradas y las palomas que soltaron ayer los internos de la Clínica del Sol.
Hay un rumor subterráneo, sordo, apenas perceptible, que parece quisiera avisar que no ha llegado todavía el momento indicado para que te alejes. Pero nunca has sabido escuchar, y decidiste partir ahora, en este momento en que los vientos han decidido tomarse una pausa, breve o persistente, quién pudiera saberlo...
II
Ni los dioses lo hubieran dispuesto así, para acallar tus ganas de huir: borrar las olas al mar, quitar las nubes del cielo, lustrar los pastos para que brillen en el crepúsculo, abrir una ventana para que ella cante, anudar en tu cuello un relicario, encender tres velas en el altar mayor, tañir lentas las ocho campanadas, como si fuera un día cualquiera, como si no importase que estés aquí, como si fuera lo mismo tu ausencia cuando llegue la noche.
III
Más que nada, el silencio es lo que se siente.
Un silencio frío, bordeado de encajes y de velos negros, un silencio pálido que invade cada sitio donde debiste estar.
Porque a pesar del viento y de la promesa que hicieron los dioses, a pesar de la vida y de la muerte, a pesar de todo, cuando la última estrella se dibujó tras del faro, tu barco partió, rozando apenas la espuma...

05 junio 2010

Ondean los girasoles, lentos señalando el punto por el que el sol desaparecerá cubierto por capas sucesivas de nubes blancas, ocres, azules, como los ríos que se deslizan ágiles desde la cumbre de los montes adonde fueron a parar las miradas de ella, la más amada, la más deseada, la más ardiente en la calidez de los vientos, geografía inexplicable que sondea la noche en busca de las palabras que se han ido a encontrar una boca que las diga.
Boca encendida, llameante, flameante espada que destruye ataduras hechas de flores, de sombras, de acero, ataduras rígidas asfixiando las manos que un día dibujaron tu cuerpo con trazos de carbón y carmín, turquesa y ópalo flotando en los sueños que sueñan los insomnes en sus noches blancas de amapola, congoja traída en pequeños cofres de madera y bronce, alucinadas absurdas melodías atravesadas por plumas de aves salvajes en estampida.
A lo lejos te pienso, callada, los ojos cerrados mirando hacia adentro, pequeña pausa para ensayar la muerte, implorada, impetrada, logrado premio para soportar la vida monótona, hueca, vacía, como la tarde, la noche, los días, los naranjos, quizá.

Y si la duda no existe al comenzar de la tarde, cuando todos se empecinan en averiguar el futuro mirando el pasado, que pasó anteayer, comprimiendo doscientos años en seis horas, facilitando la tarea de quienes estudian el pasado en bibliotecas gigantes, nacionales, algunas populares, buceando entre las infinitas páginas, sorbiendo de a poco la sabiduría de antaño, respirando pausado, esperando, se avenga el santo espíritu a disipar sus dudas, conferir la ciencia que permita avanzar, raudos, volátiles, polillas del saber encarnado entre sombras y silencios hacia la fuente de la concordia: todos somos iguales, solidarios, un modelo de felicidad para los agoreros apocalípticos que ocultan luces, amasijan niños, beben la sangre de las doncellas en noches de plenilunio, pero son incapaces de sostener la mirada, si quien los mira ha llegado a entender que, al comenzar de la tarde, no existe la duda.

Puede a veces la tarde transformarse en festividad para quienes esperan, milagrosamente, aprender a volar. Pueden crecerles alas donde se encontraban homóplatos, los pies mutar en maravillosos sistemas de impulsión y, en un instante, ya están por los aires. Cuando lo logran, les crece también una especie de telescopio sobre la nariz. Si ubican bien sus ojos, éste les permite ver hasta los planetas más lejanos, uno a uno con sus satélites girando en sus órbitas, perpetuos prisioneros de la inevitable gravedad. Hay quienes se fascinan con los asteroides, tal vez porque el nombre les suena bien cuando lo dicen luego de muchos kilómetros recorridos batiendo alas y orientando rumbos. Otros, prefieren los cometas, a pesar de su mala fama, porque a ellos no les importa el tipo de catástrofe que pueda acontecer en la Tierra, ya la han dejado tan lejos que no piensan volver por muchos siglos.
Así dicen que va llenándose el espacio de seres que pudieron descubrir el misterio de lograr lo anhelado sin esforzarse tanto. Y pareciera ser que la pasan tan bien y transcurre tan jovial su existencia, que algunos han sido avistados allá lejos, curiosos, bordeando una galaxia en forma de espiral, esperando que se resuelvan los grandes dilemas que les provocaban insomnios cuando apenas eran unos hombrecitos tratando de atravesar la noche.

Todo está dispuesto, incluso el corazón está abierto,

esperando,

se diga la palabra exacta para quebrar el silencio.

Las manos pequeñas, los ojos cautos, la piel anhelante,

como una seda, como un soplo.

La noche vagando a lo lejos

montada en su luna llena

plato gigante sobre las sombras

disipando las sombras apenas.

Un sonido tenue acalla las dudas,

la respiración se acompasa:

son dos brisas juntas

agitando una llama.

Miro hacia adentro, espero, sueño, callo.

La noche se despide,

abandona su oscuridad en un rincón alejado,

a salvo de tantas miradas.

En el silencio claro flota

el silencio de cada palabra.