La resonancia de los suplicios

El suplicio penal no cubre cualquier castigo corporal: es una producción diferenciada de sufrimientos, un ritual organizado para la marcación de las víctimas y la manifestación del poder que castiga, y no la exasperación de una justicia que, olvidándose de sus principios, pierde toda moderación. En los "excesos" de los suplicios, se manifiesta toda una economía del poder. Michel Foucault, Vigilar y castigar, Siglo XXI editores, Buenos Aires (2002)

Nombre: blanconegro
Ubicación: Argentina

12 agosto 2009

Layla. Camarote 17. Primera Clase

Al fin pude quedarme un rato sola. Desde que salimos del puerto, no he tenido tiempo para relajarme y disfrutar este viaje. Lo que pensé al aceptar la invitación del Viejo se me está desdibujando.
Parece que toda la gente en este barco se dedica a actividades que no entiendo ni me interesa en lo más mínimo conocer. Ni un artista conocido, un cantante o por lo menos un polista profesional.
La primera noche, el Viejo se acostó temprano, pero después de esa cena tan aburrida con los franceses que ni siquiera probaron la comida, el vino que me tomé no quería quedarse en mi estómago. Encima la tormenta, llegué a la madrugada en pésimas condiciones.
Pero como él había tomado poco y se durmió enseguida, se despertó con ganas, espero haber sido convincente. Aunque a él no le debe importar demasiado lo que siento, se cree Superman.
Lo pasé mal ese día, la resaca me mató y peor me resultó la compañía. Ahora entiendo por qué tiene que pagar, pequeño presupuesto le supone su miedo a mostrarse solo.
Si por lo menos el tiempo fuese bueno, podría ir a la tercera cubierta a disfrutar de la pileta, pero no para de llover desde hace tres días.
Al Viejo le gusta lucirme en el Casino, pero ya perdió demasiado y la mujer, aunque es bastante confiada, tiene un buen contador y le va a pedir explicaciones por los gastos.
No me gusta este Casino, cada vez que vamos están las mismas personas en los mismos sitios. Los tipos son casi todos demasiado viejos o están bajo custodia, como estoy yo, por supuesto. Pero si alguno estuviera dispuesto o me interesara, seguro nos podríamos hacer una escapadita. O al menos pensarlo, pero no, es deprimente la carga de este barco, voy a empezar a mirar un poco entre la tripulación, en esa zona debe haber un poco más de sangre.
Y todavía faltan quince días para volver, si no encuentro un poco de emoción, en la primer llegada a tierra me hago la estúpida y me rajo.
No me van a creer las chicas que me aburro acá, Marina se cortaría las venas por estar en un lugar así y Johana sería capaz de arrancarse las pestañas de a una por esta cama tan grande, con acolchados dorados, almohadones y dosel, me dijeron que así se llaman estas cortinitas. Cuando les cuente, no me van a querer creer, van a pensar que me robé los folletos en alguna agencia de viajes, pero no, estaban acá, en el Camarote 17, el más lujoso del barco, casi casi el camarote real.
Si en vez de este viejo aburrido me acompañara el Negro, cómo cambiarían las cosas!
Pero no creo que al Negro alguna vez le alcance para pagar algo así, capaz que si se sube a un barco como este ni siquiera lo disfruta, estaría todo el tiempo ocupado en encontrar relojes o billeteras, esas de cuero que tanto le gustan. Se sentiría como un chico en una juguetería, capaz que termina el viaje en alguna comisaría.
Pobre Negro, tan bueno y caballero, pero no puede con el genio, en seguida le pinta el sufrimiento de cuando era chico y tiene que agarrar algo valioso para no entrar en pánico. Debería tener un reloj que fuese de él, así no necesita sacárselo a otro, no se le debe haber ocurrido, él siempre me dice que quiere dejar de tocar las cosas si no son de él. Si el Viejo se descuida el último día, le voy a llevar esa billetera de cocodrilo y adornos de oro que el Negro va a valorar muchísimo, y le evitará angustias,seguro se va a poner contento. Y cuando el Negro está contento, Layla mucho más...
Pero así son las cosas, parece que no se puede tener todo en la vida. Tendré que bañarme, ponerme mi mejor ropa y mi mejor cara para que el Viejo no me joda.
Mucho brillo, mucho dorado, aunque me esté muriendo por dentro.

Soledad, al atardecer

A veces, mientras llega la noche, pienso en cómo pudo haber sido mi vida si el abuelo Diego hubiese construido esta casa en otro sitio.
O, si en lugar de este río, hubiese habido montañas.
O si la ventana mirase hacia el Oeste y la casa estuviese en Viña del Mar y no en Buenos Aires.
Siempre he creído que los atardeceres se disfrutan más que los amaneceneres, como paisaje, por supuesto.
Un atardecer sobre el mar se prolonga por horas, luego las estrellas que brillan tanto sobre ese fondo totalmente oscurecido, con algún reflejo fugaz o tal vez imaginado entre el agua y la espuma.
Es evidente, la observación de esos momentos hubiese hecho de mí otra persona, con un romanticismo más ideal, habría intelectualizado más y quizá hasta pude haber sido una ensayista calificada en temas vinculados a la existencia del ser humano y su finalidad en el Universo en el cual se desarrolla su breve y tantas veces insignificante vida. Hasta pude haber superado el peso de mi nombre, esa predestinación que me imprimió mi madre para exorcizar sus propios miedos.
Pero es así, uno casi nunca logra elegir de modo racional el sitio en el que transcurrirán sus días, y debe amoldarse a las circunstancias.
Entonces, aquí estoy, vetusta como la casa, en lugar de recrear mi imaginación, condenada a depositar mi mirada sobre esta placita sin demasiado estilo, esperando que llegue alguien capaz de comprenderme y apreciar mis observaciones.
Vienen acá por las tardes sólo algunos pequeños, a jugar en el arenero que comparten con los gatos callejeros. Los acompañan a veces hermanos un poco mayores o madres casi adolescentes, nunca he visto una niñera. Ellas prefieren las plazas del centro, ahí tienen ocasión para mirar a los taxistas y vendedores ambulantes, incluso los días de franco del Liceo y del Colegio Militar no faltan los cadetes con sus lindos uniformes.
Recuerdo cuando apareció una niña un poquito más alta que las demás, tendría quince o dieciséis años. Estaba triste, apenas miraba a sus hermanitos que por poco se le escapan y bajan de la vereda, con lo peligrosa que es esta avenida, ya no hay respeto por la gente, desde que abundan tanto los autos, ahora cualquiera tiene uno.
Antes, eso significaba algo, cuando el tío Álvaro llegó en el Fairlane negro, a la de al lado le quedaron los ojos bizcos de envidia por varias semanas.
Después, las cosas cambiaron, ahora los mejores autos los tienen los que son más hábiles para robar, ya no hay respeto ni decencia, menos entre esos funcionarios de cuarta que pasan de muertos de hambre a inversionistas con depósitos en bancos off-shore en un abrir y cerrar de ojos.
Me gustaría que al menos por un día esos tuvieran que justificar cómo consiguieron lo que tienen. Pero no, en estos tiempos de democracia y libre mercado parece que todo vale, no saben lo que tuvo que trabajar el abuelo Diego en la estancia para la abuela Marta, mamá y los tíos pudieran vivir en esta casa.
Pobre abuelo, siempre peleando con la vagancia de esos peones que tenía, que pensaban más en el vino o en irse a los bailes que en encerrar vacas y marcar terneros. Los animales que se habrán perdido por culpa de esos vagos que a la hora de recorrer las alambradas se iban al rancho a dormir la siesta o al boli¡che a chupar.
Lo que son las cosas, él murió creyendo que había logrado mucho, que sus descendientes podríamos disfrutar los resultados de su sacrificio, pero se equivocó.
Papá, lamentablemente murió muy joven, y mamá no pudo resistirlo. A lo tíos, siempre les gustó más gastar la plata que hacer algo para conseguirla. De a poco, se fueron terminando las vacas y dicen que los campos en las sierras no sirven ni para sembrar soja.
Sólo queda esta casa, casi desierta excepto los gatos y yo, que seguimos contemplando los atardeceres sobre el río, mientras en la plaza siguen pasando figuras desteñidas, viviendo sus destinos huecos.

05 agosto 2009

"Relato del Che que en realidad pudo fugarse de sus captores en La Higuera gracias a las artes de un mago prestidigitador lo cual le ha permitido llevar una vida plena combatiendo en las muchas revoluciones que siempre lo necesitan en el mundo"

Hoy llevé a mi nieto menor al circo. Me lo había pedido tantas veces que se me habían acabado las excusas. Pasa que, aunque todos saben de mi valentía y seguridad, aún no puedo superar mi temor inconfesado e inconfesable a todo lo que esté relacionado con la magia, lo cual convierte a un circo en el único sitio que me despierta ese sentimiento.
Mientras espero en la cola de la boletería, el sol tibio y seco del Agosto kurdistano me transporta a aquellos días de lluvia, selva y mosquitos en Bolivia, hace tantos años.
Lentamente, como en una película demorada, cuadro a cuadro aparecen los recuerdos.
Fue fácil en ese entonces salir del país, los compañeros habían planeado cada detalle, y realmente las fotos me ayudaron mucho. La vanidad con que los yanquis se mostraron al lado de mi supuesto cadáver fue mi mejor aliada: si yo había muerto, nadie me buscaba ni volvería a buscarme jamás, salvo quizá aquel soldadito boliviano que no se creyó del todo el truco del mago. Además, él conocía bien mi cara y siempre supo que el muerto no era yo. Pobre diablo, debe pasarse la vida tratando de encontrar alguien que crea su historia. Es posible que se haya suicidado o estará internado en algún loquero, capaz que se haya vuelto loco en serio.
Los años en Brasil fueron indudablemente los mejores, allá se quedó para siempre mi rigidez, no hay mejor compañía que un par de bahianas para olvidarse del mundo y sus injusticias, hasta de las revoluciones.
De las revoluciones de más que había en mi cabeza se encargaron las olas, la caipirinha y las demoras en conseguir algún contacto con los compañeros con los que debía encontrarme.
Cuando no estaba borracho se me hacían largos los días, algunos creían en esos momentos que lo mío era locura, pero sólo era sobriedad. Momentánea tal vez, pero sobriedad al fin.
Por suerte, los idiomas nunca me resultaron difíciles, he logrado acumular una especie de lenguaje universal, sumando frases y palabras de las muchas escuchadas. En realidad, unas pocas palabras bastan para lo cotidiano, para lo demás están las acciones. Las armas que se usan en cualquier continente han llegado a ser las mismas. Sólo es cuestión del año de fabricación, se podría trazar un mapa exacto de la situación social y económica del mundo en base a ese dato del arma promedio que se usa en cada país. Pero ojo, no siempre las armas más viejas están en los países más pobres, generalmente es al revés: Somalía es el mejor shopping, allí encontrás siempre lo mejor, lo que no encontraste en Ruanda ni en Azerbaiján.
No sé qué me llevó a quedarme tantos años acá, tal vez sea que el clima me recuerda el de Alta Gracia, o algunas montañas que se parecen a las Sierras Chicas.
A veces tengo ganas de volver, que mi familia conozca los lugares donde fui niño, pero tengo miedo a mi reacción al ver en tantas partes el rostro del impostor que se quedó con mi nombre.
Quizá, si noto que el cerco sobre mi consuegro Osama tiende a cerrarse demasiado, deba volver. Aunque voy a extrañar mis charlas con él, aquellos brindis con ginebra por las torres que cayeron tan fácil, y la tibieza de este sol de Agosto en el Kurdistán.

(Gracias, Sergio Gómez por salvarle la vida al Che)

Madrugada

Cuando al fin se fue el último borracho, pude sentarme un rato. No sé si vale la pena todo el tiempo que paso en este bar, pero por ahora no puedo pensar en hacer otra cosa. No sería capaz de trabajar para un patrón, pero a veces me cuesta mantener quietas las manos o cerrada la boca para no perder algún cliente molesto. Total, por más que molesten, son sus billetes los que dan de comer a mis hijos. Y parece que cuanto más gastan más estúpidos se ponen. Aunque hay algunos que no necesitan beber para ser una escoria. Como ese infeliz que no sé qué pleito quería evitar con Nelson y Bunny. Hay algo que no me gusta en ese tipo, tal vez sea que es blanco y trata de hacerse el amigo, pero le noto algo huidizo en la mirada, una especie de olor a cobardía que lo envuelve.
Y claro, no es fácil ser valiente con Bunny y Nelson borrachos mirando con ganas a la mujer que está con vos. Nunca entenderé a los tipos así que se esconden en mi bar. Tal vez sólo sea parte de un camuflaje que llevan para tratar de ser lo que nunca serán.
Hoy han quedado más vasos rotos que de costumbre, tendré que hacer algo al respecto, aunque son baratos algún día me olvido de comprar, se acaban a la madrugada y deberé dejar que todos beban de las botellas o cerrar. Y a la madrugada es cuando más vendo. Más tarde hablaré con Ted, él hace años que está en el negocio, le voy a preguntar cómo lo maneja.
Debería tomarme un par de días de descanso y dedicarme a recorrer bares, quizá pueda tomar alguna idea para este; a veces creo que hay demasiada rutina acá, falta algo de acción, algún cambio para traer clientes nuevos, algunas caras ya empiezan a hartarme.
Y estas sillas, no sé por qué diablos las elegí, ni me acuerdo cuándo fue la última vez que hice tapizar los sillones, pero debo haber estado un poco loco, es demasiado lujo para este barrio, para colmo es difícil limpiarlos sacarles los olores que a veces se les impregnan.
Podría reformar un poco el salón, quizá ubicando a los músicos frente a la puerta alguno que pase por la calle se siente tentado a entrar.
O hacer una nueva selección de camareras, estas se están poniendo un poco viejas, aunque con los años se les mejora el carácter y exigen menos sueldo, porque les dan mejores propinas y tienen miedo a perder el empleo. Debe ser la única compensación que les queda, las propinas generosas de los habitués, este es un trabajo de mierda para las mujeres si quieren hacer una vida un poco normal. Pero se acostumbran, y yo me he acostumbrado a ellas, ya nos entendemos por miradas, ellas me avisan si alguien quiere pasarse de listo o hacerse el héroe.
Este piso es un asco, tiene tantas manchas que parece un mapa antiguo, pero para cambiarlo debería cerrar al menos una semana y no puedo hacerlo.
Tengo que acordarme de llamarlo a Tom para confirmar si vendrá el viernes, es bueno contar con él para hacer más llevadera la noche. Pareciera que su voz tranquiliza a la gente, hay menos peleas mientras él canta.
Ya casi termino acá, me tomo un café y llegaré a casa justo para llevar a los mellizos al colegio.