La resonancia de los suplicios

El suplicio penal no cubre cualquier castigo corporal: es una producción diferenciada de sufrimientos, un ritual organizado para la marcación de las víctimas y la manifestación del poder que castiga, y no la exasperación de una justicia que, olvidándose de sus principios, pierde toda moderación. En los "excesos" de los suplicios, se manifiesta toda una economía del poder. Michel Foucault, Vigilar y castigar, Siglo XXI editores, Buenos Aires (2002)

Nombre: blanconegro
Ubicación: Argentina

12 agosto 2009

Soledad, al atardecer

A veces, mientras llega la noche, pienso en cómo pudo haber sido mi vida si el abuelo Diego hubiese construido esta casa en otro sitio.
O, si en lugar de este río, hubiese habido montañas.
O si la ventana mirase hacia el Oeste y la casa estuviese en Viña del Mar y no en Buenos Aires.
Siempre he creído que los atardeceres se disfrutan más que los amaneceneres, como paisaje, por supuesto.
Un atardecer sobre el mar se prolonga por horas, luego las estrellas que brillan tanto sobre ese fondo totalmente oscurecido, con algún reflejo fugaz o tal vez imaginado entre el agua y la espuma.
Es evidente, la observación de esos momentos hubiese hecho de mí otra persona, con un romanticismo más ideal, habría intelectualizado más y quizá hasta pude haber sido una ensayista calificada en temas vinculados a la existencia del ser humano y su finalidad en el Universo en el cual se desarrolla su breve y tantas veces insignificante vida. Hasta pude haber superado el peso de mi nombre, esa predestinación que me imprimió mi madre para exorcizar sus propios miedos.
Pero es así, uno casi nunca logra elegir de modo racional el sitio en el que transcurrirán sus días, y debe amoldarse a las circunstancias.
Entonces, aquí estoy, vetusta como la casa, en lugar de recrear mi imaginación, condenada a depositar mi mirada sobre esta placita sin demasiado estilo, esperando que llegue alguien capaz de comprenderme y apreciar mis observaciones.
Vienen acá por las tardes sólo algunos pequeños, a jugar en el arenero que comparten con los gatos callejeros. Los acompañan a veces hermanos un poco mayores o madres casi adolescentes, nunca he visto una niñera. Ellas prefieren las plazas del centro, ahí tienen ocasión para mirar a los taxistas y vendedores ambulantes, incluso los días de franco del Liceo y del Colegio Militar no faltan los cadetes con sus lindos uniformes.
Recuerdo cuando apareció una niña un poquito más alta que las demás, tendría quince o dieciséis años. Estaba triste, apenas miraba a sus hermanitos que por poco se le escapan y bajan de la vereda, con lo peligrosa que es esta avenida, ya no hay respeto por la gente, desde que abundan tanto los autos, ahora cualquiera tiene uno.
Antes, eso significaba algo, cuando el tío Álvaro llegó en el Fairlane negro, a la de al lado le quedaron los ojos bizcos de envidia por varias semanas.
Después, las cosas cambiaron, ahora los mejores autos los tienen los que son más hábiles para robar, ya no hay respeto ni decencia, menos entre esos funcionarios de cuarta que pasan de muertos de hambre a inversionistas con depósitos en bancos off-shore en un abrir y cerrar de ojos.
Me gustaría que al menos por un día esos tuvieran que justificar cómo consiguieron lo que tienen. Pero no, en estos tiempos de democracia y libre mercado parece que todo vale, no saben lo que tuvo que trabajar el abuelo Diego en la estancia para la abuela Marta, mamá y los tíos pudieran vivir en esta casa.
Pobre abuelo, siempre peleando con la vagancia de esos peones que tenía, que pensaban más en el vino o en irse a los bailes que en encerrar vacas y marcar terneros. Los animales que se habrán perdido por culpa de esos vagos que a la hora de recorrer las alambradas se iban al rancho a dormir la siesta o al boli¡che a chupar.
Lo que son las cosas, él murió creyendo que había logrado mucho, que sus descendientes podríamos disfrutar los resultados de su sacrificio, pero se equivocó.
Papá, lamentablemente murió muy joven, y mamá no pudo resistirlo. A lo tíos, siempre les gustó más gastar la plata que hacer algo para conseguirla. De a poco, se fueron terminando las vacas y dicen que los campos en las sierras no sirven ni para sembrar soja.
Sólo queda esta casa, casi desierta excepto los gatos y yo, que seguimos contemplando los atardeceres sobre el río, mientras en la plaza siguen pasando figuras desteñidas, viviendo sus destinos huecos.