"Relato del Che que en realidad pudo fugarse de sus captores en La Higuera gracias a las artes de un mago prestidigitador lo cual le ha permitido llevar una vida plena combatiendo en las muchas revoluciones que siempre lo necesitan en el mundo"
Hoy llevé a mi nieto menor al circo. Me lo había pedido tantas veces que se me habían acabado las excusas. Pasa que, aunque todos saben de mi valentía y seguridad, aún no puedo superar mi temor inconfesado e inconfesable a todo lo que esté relacionado con la magia, lo cual convierte a un circo en el único sitio que me despierta ese sentimiento.
Mientras espero en la cola de la boletería, el sol tibio y seco del Agosto kurdistano me transporta a aquellos días de lluvia, selva y mosquitos en Bolivia, hace tantos años.
Lentamente, como en una película demorada, cuadro a cuadro aparecen los recuerdos.
Fue fácil en ese entonces salir del país, los compañeros habían planeado cada detalle, y realmente las fotos me ayudaron mucho. La vanidad con que los yanquis se mostraron al lado de mi supuesto cadáver fue mi mejor aliada: si yo había muerto, nadie me buscaba ni volvería a buscarme jamás, salvo quizá aquel soldadito boliviano que no se creyó del todo el truco del mago. Además, él conocía bien mi cara y siempre supo que el muerto no era yo. Pobre diablo, debe pasarse la vida tratando de encontrar alguien que crea su historia. Es posible que se haya suicidado o estará internado en algún loquero, capaz que se haya vuelto loco en serio.
Los años en Brasil fueron indudablemente los mejores, allá se quedó para siempre mi rigidez, no hay mejor compañía que un par de bahianas para olvidarse del mundo y sus injusticias, hasta de las revoluciones.
De las revoluciones de más que había en mi cabeza se encargaron las olas, la caipirinha y las demoras en conseguir algún contacto con los compañeros con los que debía encontrarme.
Cuando no estaba borracho se me hacían largos los días, algunos creían en esos momentos que lo mío era locura, pero sólo era sobriedad. Momentánea tal vez, pero sobriedad al fin.
Por suerte, los idiomas nunca me resultaron difíciles, he logrado acumular una especie de lenguaje universal, sumando frases y palabras de las muchas escuchadas. En realidad, unas pocas palabras bastan para lo cotidiano, para lo demás están las acciones. Las armas que se usan en cualquier continente han llegado a ser las mismas. Sólo es cuestión del año de fabricación, se podría trazar un mapa exacto de la situación social y económica del mundo en base a ese dato del arma promedio que se usa en cada país. Pero ojo, no siempre las armas más viejas están en los países más pobres, generalmente es al revés: Somalía es el mejor shopping, allí encontrás siempre lo mejor, lo que no encontraste en Ruanda ni en Azerbaiján.
No sé qué me llevó a quedarme tantos años acá, tal vez sea que el clima me recuerda el de Alta Gracia, o algunas montañas que se parecen a las Sierras Chicas.
A veces tengo ganas de volver, que mi familia conozca los lugares donde fui niño, pero tengo miedo a mi reacción al ver en tantas partes el rostro del impostor que se quedó con mi nombre.
Quizá, si noto que el cerco sobre mi consuegro Osama tiende a cerrarse demasiado, deba volver. Aunque voy a extrañar mis charlas con él, aquellos brindis con ginebra por las torres que cayeron tan fácil, y la tibieza de este sol de Agosto en el Kurdistán.
Hoy llevé a mi nieto menor al circo. Me lo había pedido tantas veces que se me habían acabado las excusas. Pasa que, aunque todos saben de mi valentía y seguridad, aún no puedo superar mi temor inconfesado e inconfesable a todo lo que esté relacionado con la magia, lo cual convierte a un circo en el único sitio que me despierta ese sentimiento.
Mientras espero en la cola de la boletería, el sol tibio y seco del Agosto kurdistano me transporta a aquellos días de lluvia, selva y mosquitos en Bolivia, hace tantos años.
Lentamente, como en una película demorada, cuadro a cuadro aparecen los recuerdos.
Fue fácil en ese entonces salir del país, los compañeros habían planeado cada detalle, y realmente las fotos me ayudaron mucho. La vanidad con que los yanquis se mostraron al lado de mi supuesto cadáver fue mi mejor aliada: si yo había muerto, nadie me buscaba ni volvería a buscarme jamás, salvo quizá aquel soldadito boliviano que no se creyó del todo el truco del mago. Además, él conocía bien mi cara y siempre supo que el muerto no era yo. Pobre diablo, debe pasarse la vida tratando de encontrar alguien que crea su historia. Es posible que se haya suicidado o estará internado en algún loquero, capaz que se haya vuelto loco en serio.
Los años en Brasil fueron indudablemente los mejores, allá se quedó para siempre mi rigidez, no hay mejor compañía que un par de bahianas para olvidarse del mundo y sus injusticias, hasta de las revoluciones.
De las revoluciones de más que había en mi cabeza se encargaron las olas, la caipirinha y las demoras en conseguir algún contacto con los compañeros con los que debía encontrarme.
Cuando no estaba borracho se me hacían largos los días, algunos creían en esos momentos que lo mío era locura, pero sólo era sobriedad. Momentánea tal vez, pero sobriedad al fin.
Por suerte, los idiomas nunca me resultaron difíciles, he logrado acumular una especie de lenguaje universal, sumando frases y palabras de las muchas escuchadas. En realidad, unas pocas palabras bastan para lo cotidiano, para lo demás están las acciones. Las armas que se usan en cualquier continente han llegado a ser las mismas. Sólo es cuestión del año de fabricación, se podría trazar un mapa exacto de la situación social y económica del mundo en base a ese dato del arma promedio que se usa en cada país. Pero ojo, no siempre las armas más viejas están en los países más pobres, generalmente es al revés: Somalía es el mejor shopping, allí encontrás siempre lo mejor, lo que no encontraste en Ruanda ni en Azerbaiján.
No sé qué me llevó a quedarme tantos años acá, tal vez sea que el clima me recuerda el de Alta Gracia, o algunas montañas que se parecen a las Sierras Chicas.
A veces tengo ganas de volver, que mi familia conozca los lugares donde fui niño, pero tengo miedo a mi reacción al ver en tantas partes el rostro del impostor que se quedó con mi nombre.
Quizá, si noto que el cerco sobre mi consuegro Osama tiende a cerrarse demasiado, deba volver. Aunque voy a extrañar mis charlas con él, aquellos brindis con ginebra por las torres que cayeron tan fácil, y la tibieza de este sol de Agosto en el Kurdistán.
(Gracias, Sergio Gómez por salvarle la vida al Che)
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