Irene se estremeció al recibir en su rostro el aire frío y húmedo de la noche. Hacía tiempo que ella no salía de la casa, creo que se sintió un poco abrumada por los espacios que se abrían calle abajo.
Los árboles tamizaban la luz de las luminarias amarillas, dibujando exóticas figuras en las paredes de las casas, dando una sensación como de oleaje sobre los adoquines.
Nos miramos un instante. Había llegado el momento para el que nos estuvimos preparando desde que cerramos la primera puerta.
Irene sollozó apenas, la abracé fuerte, y empezamos a caminar hacia la avenida.
Traté de seguir como si estuviese tranquilo, pero me parece que ella no me creyó, me conoce tan bien que es difícil engañarla. sin embargo, hizo como si no se diese cuenta de mi temor, quizá para tranquilizarse ella.
Lamento haber dejado mi chaqueta, le dije a Irene, y le pregunté si sentía demasiado frío.
No, estoy bien, el chal es abrigado, elegiste bien esta lana.
La calle estaba cada vez más desierta y el viento se hacía fuerte, pegándonos la ropa al cuerpo y haciéndonos entrecerrar los ojos.
Seguíamos caminando, Irene a veces suspiraba un poco o me pedía que acortara mis pasos. Yo lo hacía por un momento, luego la abrazaba y le daba ánimos, contándole alguna historia del tiempo en que éramos niños felices, allá en el campo.
Atravesamos la plaza Las Heras, desierta y callada, cuando eran casi las tres. Mientras pasábamos frente a la Iglesia del Sagrado Sacramento, sonaron las campanas, cansadas y envejecidas casi tanto como nosotros.
Al llegar a la Avenida, pudimos ver que pasaban algunos taxis,pero iban ocupados. Esperamos un rato, hasta que pudimos detener uno.
Subimos, nos miramos a los ojos, nos estremecimos un poco.
Irene sólo dijo: "A la Recoleta, por favor".
Suspiramos suavemente. Allá nos esperaba la bóveda de la familia, sus puertas abiertas.
Nadie podría alejarnos de allí. El círculo se había cerrado.
Los árboles tamizaban la luz de las luminarias amarillas, dibujando exóticas figuras en las paredes de las casas, dando una sensación como de oleaje sobre los adoquines.
Nos miramos un instante. Había llegado el momento para el que nos estuvimos preparando desde que cerramos la primera puerta.
Irene sollozó apenas, la abracé fuerte, y empezamos a caminar hacia la avenida.
Traté de seguir como si estuviese tranquilo, pero me parece que ella no me creyó, me conoce tan bien que es difícil engañarla. sin embargo, hizo como si no se diese cuenta de mi temor, quizá para tranquilizarse ella.
Lamento haber dejado mi chaqueta, le dije a Irene, y le pregunté si sentía demasiado frío.
No, estoy bien, el chal es abrigado, elegiste bien esta lana.
La calle estaba cada vez más desierta y el viento se hacía fuerte, pegándonos la ropa al cuerpo y haciéndonos entrecerrar los ojos.
Seguíamos caminando, Irene a veces suspiraba un poco o me pedía que acortara mis pasos. Yo lo hacía por un momento, luego la abrazaba y le daba ánimos, contándole alguna historia del tiempo en que éramos niños felices, allá en el campo.
Atravesamos la plaza Las Heras, desierta y callada, cuando eran casi las tres. Mientras pasábamos frente a la Iglesia del Sagrado Sacramento, sonaron las campanas, cansadas y envejecidas casi tanto como nosotros.
Al llegar a la Avenida, pudimos ver que pasaban algunos taxis,pero iban ocupados. Esperamos un rato, hasta que pudimos detener uno.
Subimos, nos miramos a los ojos, nos estremecimos un poco.
Irene sólo dijo: "A la Recoleta, por favor".
Suspiramos suavemente. Allá nos esperaba la bóveda de la familia, sus puertas abiertas.
Nadie podría alejarnos de allí. El círculo se había cerrado.
(Perdón, Julio Cortázar por inventar otro final para Casa tomada)
1 Comments:
siempre imagine algun final como para cerrar la historia, si es que no estaba cerrada asi como esta, pero nunca nada como esto.
como siempre un placer pasar por aca.....
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