La resonancia de los suplicios

El suplicio penal no cubre cualquier castigo corporal: es una producción diferenciada de sufrimientos, un ritual organizado para la marcación de las víctimas y la manifestación del poder que castiga, y no la exasperación de una justicia que, olvidándose de sus principios, pierde toda moderación. En los "excesos" de los suplicios, se manifiesta toda una economía del poder. Michel Foucault, Vigilar y castigar, Siglo XXI editores, Buenos Aires (2002)

Nombre: blanconegro
Ubicación: Argentina

26 septiembre 2009

Visita a Isla Negra

El impacto de ver finalmente lo que durante tanto tiempo ha imaginado es breve, amortiguado en parte por la luz de la tarde de invierno. Mira con ojos incrédulos, mientras interroga a su memoria: el ventanal, la cama antigua, la puerta a la izquierda, los caracoles, las botellas, los mascarones...
De pronto, es un dejà vu, cada objeto va ocupando el lugar exacto que él le había asignado.
Hay un cuadro frente al hogar, una pintura de Sorolla en la que los pescadores se ven pequeños, apenas una manchita de color sobre un mar muy azul, enfurecido, bajo una vela blanquísima, hinchada por el mistral. Qué distintos los colores de ese mar, aquí el Pacífico es negro, las rocas le ofrecen batallas eternas, haciendo que las olas se rindan en espuma pálida.
Una risa estridente lo trae de regreso al interior de la casa.Quienes lo acompañan en esta visita no son el tipo de personas que él hubiese elegido.
Las voces fuertes y los comentarios huecos le impiden disfrutar debidamente la concreción de un sueño.
Se aleja, va hacia la playa, camina unos cuantos pasos has ta llegar a una roca; se sienta sobre ella, mirando hacia el mar.
Respira profundo, sólo escucha las olas. Cierra los ojos. Recorre lentamente cada una de las habitaciones vacías, silenciosas.


20 septiembre 2009

Gala benéfica

Rojas las divas se deslizan
divinas sobre la pasarela roja.
Moños, globos, luces, flores,
sonrisas blancas, blancos escotes,
espaldas largas sobre piernas longilíneas,
cabellos dorados, destellos de flashes.
Las viejas suspiran sonrientes dientes blancos
implantes de última generación perfectos innaturales.
Las niñas suspiran por ser tan altas y bellas
divas divinas de rojo sobre el rojo sonriendo.
Los viejos suspiran por tener
las divas divinas desnudas sobre raso negro,
ellas esperan sonriendo soñando con el verde
encanto que les produce el verde en el interior
de sus bolsos dorados.
Rojas las divas se deslizan
divinas sonrientes incansables
la fundación del divino nombre
que salvaguarda la vida de los pobres corazones
factura recauda recoge los sentidos óbolos
que vierten sin fin los bolsillos llenos
de los que quieren tener el corazón sano
aunque eso les cueste
tanto que podrían simplemente
comprarse un corazón nuevo
rojo brillante con bordes dorados
decorado a mano por el mejor diseñador
de los que aparecen de tanto en tanto
milagro de la creatividad hasta ser
sin salida atrapados por la red del control
de lo correcto, lo permitido, lo feo.
Rojas, divinas,
las divas se deslizan.

Uquía

En la penumbra, relucen arabescos dorados,
semejando luciérnagas al atardecer.
En la penumbra, suben las voces de las plegarias.
Lentas, se detienen,
acariciando las maderas frágiles de cardón.
Se estremecen las velas,
crean sombras, bailan un instante.
Hay tanto misterio escondido,
de manos oscuras que construyeron
este templo a extraños dioses.
Qué manos sublimes pueden
transformar ángeles en guerreros,
dar armas de fuego a soldados celestes.
Viracocha y Jehová confundidos,
el Inca y Castilla hermanados,
quién sabe a quién fueron fieles
qué raza fue la sojuzgada.
Son de América las manos que pintan
mensajes de un lejano Evangelio.
Entre las sombras, Jadziel aguarda.
Cuando él llega,
todos los hombres se igualan.

09 septiembre 2009

I
La fatiga de pronto se olvida al llevar la mirada hacia el cielo.
Es Julio, la luna nueva parece un pequeño móvil colgado de un clavo brillante, sobre un paño intensamente oscuro, salvo las estrellas estremeciéndose con tanta fuerza que semejan una respiración acompasada.
Cierro la puerta, abandono la terraza.

II

A lo lejos, entre los cerros, la luna brilla tenue entre nubes de tul.
El río ha callado, no se escucha el viento.
La noche, me ha llevado lejos.

III
Verano.
El calor sofocante, asfixia los movimientos, cierra la entrada de aire a mi pecho.
El brillo de la luna llena entra por los ventanales, persigue algún rincón, desaparece bajo la cama, hace un guiño desde el espejo.
Ojalá esta luz no se lleve mi sueño.

IV
Noche templada, zumbido de insectos.
Perfume intenso de azahares, de fresias, de violetas silvestres.
Desde la ventana miro esa luna, que estás mirando, en este momento, quién sabe desde dónde.

V
Oscuridad sin luna.
Sólo estrellas, acariciando tu piel.
Después, el silencio.


05 septiembre 2009

Cazador
Antes de continuar, Graham se detuvo a fumar un cigarrillo, ese gesto que tantas veces repetía para obligarse a pensar con serenidad. Un poco , al menos, aunque casi nunca había logrado encontrarla en tantos años y tantos viajes.
Entrecerró los ojos, la ceniza crecía lentamente, persiguiendo la brasa casi apagada y formando una línea de arabescos brillantes sobre el papel blanco.
Sus pensamientos giraban enloquecidos, perdiéndose entre luces, colores y sombras. Sobre ese fondo, alcanzaba a perfilarse un rostro. Un rostro perseguido entre sueños, locura y alucinaciones. Una figura perfecta que anhelaba encontrar para que ocupase el sitio vacío en la piel de su brazo derecho.
Ella dormía profundamente su sueño narcótico mientras él ordenaba su cabello y colocaba un almohadón para que la cabeza descansara en un el ángulo exacto. Después, ubicó armoniosamente brazos y piernas, y disparó.
La luz del flash se multiplicó en los espejos biselados antes de ir a morir entre los cortinados de damasco bordó y dorado.
Cuando ella despertase, encontraría el pago acordado sobre la mesa de noche.
Graham sabía que seis fotos serían suficientes para que Marek hiciese el diseño más bello para perpetuar en su piel.
Él, se encargaría de crear una historia para contar a quien preguntase por ella.

El Flaco
Anoche volví a soñar con el monte. Aparecían claros y fuertes aquellos olores, polvo, pasto y azufre entremezclados, explosiones y huídas de pájaros. Y el miedo.
Sí, como siempre, como entonces: el miedo. Ese temblor que empieza apenas como un aguijoneo en las yemas de los dedos, para subir lentamente por las manos, alcanzando de golpe el pecho, para estrujarlo con fuerza, tan fuerte que de pronto parecen estallar los ojos y la frente, mientras el aire se niega a entrar en la garganta.
El miedo. Mi miedo a la muerte y a la traición.
Ahora sé que fue desmedido, que me superó y anuló mucho de mí, me impidió entregarme totalmente, sin reservas, en aquel momento tan lejano que parece haberle sucedido a otro.
Pero entonces la muerte estaba cerca y la traición era tan peligrosa que costaba creer en quien tenía a mi lado, compartiendo la responsabilidad de usar esa ametralladora que había costado la vida de muchos de los nuestros. Quizá eso fue demasiado para mí y mis pocos años.
Al Flaco lo conocí a través de historias escuchadas en noches de monte y huidas, era una leyenda para todos, pero su parquedad me inmovilizaba. Y ante la duda, ante sus silencios, mi inquietud y mis fantasmas hacían el resto.
He pensado incansablemente en él y en ese momento desde entonces, no dejaré de hacerlo hasta que me llegue la muerte, esa a la que tanto temí y que ahora tarda en venir a buscarme.
O quizá sea mi muerte la que se llevó al Flaco aquel día, cuando su cuerpo se interpuso entre ella y yo.

Torta galesa
El olor suave y apenas ácido de la levadura siempre ha actuado sobre su imaginación como un disparador, desde la primera vez que supo algo acerca de esos pequeños seres vivientes que la naturaleza brindó al mundo para adicionarle placeres. La magia que transforma a un simple jugo en un buen vino, le da ojos a los quesos, burbujas a la cerveza o esponjosidad al pan.
Pero este sábado de octubre, ella prefiere dejar de lado sus famosas medialunas de manteca para incorporar al ritual una torta, de esas cuyas recetas encierran secretos y tradiciones familiares.
La cocina recibe la luz de la siesta con los brazos abiertos y sobre la mesa se van acumulando ingredientes y utensilios: harina, azúcar, huevos, leche, nueces, bowls, moldes, cucharas.
Sobre la cocina, el caramelo va tomando el punto exacto, mientras desde la radio, una locutora de voz un tanto grave para esa hora, anuncia las ventajas incomparables que le concede a la vida de los ancianos el ser clientes del Banco Independencia. El mismo banco que en el 89 se quedó con los ahorros de ellos, piensa con cierto fastidio.
Ya está, es este color o quedará amargo. Lentamente, agrega el agua humeante sobre el espejo de azúcar; al hacerlo, parpadea y huele el vapor que sube como una nube fragante, entre chirridos cada vez más débiles, hasta que retorna el silencio.
Al caldo oscuro se desliza la manteca, que poco apoco va transformándose en líquido. Sonríe por dentro, imagina que ha hecho una obra de bien, la manteca ha sido liberada de su envoltura rígida de papel de aluminio, reemplazando el frío por una sensación de libertad, tibia y dulce.
¿Pensará la manteca?, se pregunta mientras recuerda que su mantel blanco sufrió el ataque de un vaso de vino tinto el domingo al mediodía. A pesar de tantos blanqueadores que se pasean por los anuncios, haciendo compañía a famosos y desafiando a desconocidos, en ayuda del regreso de los blancos, el mantel ahora luce detalles azulados.
Tal vez debiera inventarse una nueva técnica de teñido, como un batik a partir de vinos. Hay muchos tonos para experimentar y amigos dispuestos a colaborar. No por artistas, por borrachos.
Borrachas perdidas estarán las pasas de uvas, nadando desde anoche en coñac.
Ahora hay una música detestable sonando en la radio. La soporta hasta que termina la canción y aparece el conductor del programa opinando acerca de la marihuana. Podría cocinar brownies para la próxima reunión, piensa. La posición del editorialista es políticamente correcta, demasiado para su gusto. La música es mala, la locutora algo tonta y el periodista casi fascista, es necesario un cambio para evitar que la torta se malogre. Sí, Johanna Newsom será buena compañía.
¿Tazas blancas o tazas azules? Elige las azules, siempre le ha gustado ese color. El de los nomeolvides que había en el jardín del campo. Siempre había nomeolvides floreciendo en octubre. La abuela le decía que para conmemorar el día de la madre. ¿Sería cierto? Probablemente sí, la abuela no solía mentir.
Las nueces se resisten un momento y luego se entregan, no es fácil vencer a un martillo bien empuñado; la voz que acompaña al arpa es levemente irreal, qué extraña esa joven que usa un instrumento tan poco común para acompañarse.
El caramelo ya está frío, cubierto por la manteca aún líquida: definitivamente le gusta estar así, descontracturada. Las frutas abrillantadas se sumergen allí con suavidad, sin estridencias, hasta que llegan las pasas a alegrar la mezcla.
Harina, huevos, nueces, especias, se incorporan lentamente; a cada vuelta del batidor se le opone una pequeña resistencia, los cambios son difíciles de aceptar para todos, eso parece.
Un ramo de fresias amarillas hace llegar su perfume dulzón, cubriendo por momentos a la vainilla. Cuán breve hubiera sido la historia de los aromas en la repostería de no haber existido esas pequeñas botellitas, infaltables en las cocinas desde hace años.
La mezcla es espesa, densa, oscura y fragante; la acomoda suavemente en el molde y la lleva al horno, donde el calor se encargará del resto. Qué pasará con la manteca, le duró poco la felicidad de ser líquida.
Cierra la puerta del horno con cuidado, a veces se apaga, incluso se ha negado a cocinar unas pizzas, los invitados lo tomaron con calma, pero con esta torta las cosas son distintas. Ni se te ocurra apagarte, he puesto mucho esmero, le advierte con dureza.
Ordena la mesada, trae el mantel y la vajilla. Empieza a percibirse un tenue olor invadiendo el ambiente.
La situación se encuentra bajo control.


Al amanecer
¿Cuántos más deberemos morir para que no mueran más?
Es extraña la lógica de nuestros jefes, exigir a quienes estamos acá lo que ellos jamás serían capaces de hacer: poner nuestro cuerpo y nuestra sangre para defender lo que ellos quizá no dudarían en entregar, poniendo una firma en un papel con membrete.
Pero eso no es algo que deba preocuparme. Ahora necesito extremar mi vista y mi oído, para avisar si se acerca alguien a los compañeros que ya partieron en busca de posiciones algo más seguras. Al menos ellos deben salvarse, yo ya no puedo moverme, hace rato que mis piernas se niegan a llevarme. Pero he quedado en un buen sitio, desde aquí puedo distinguir cualquier movimiento que se produzca por el norte, desde donde elllos vienen avanzando.
Y cómo avanzan, son varios kilómetros por día, a pesar de nuestra resistencia y de algunas trampas que les hemos dejado.
Si pudiésemos llegar hasta la parte alta de los cerros, las cosas cambiarían, allí conocemos cada lugar y cada escondrijo, hemos crecido entre esas piedras, no como ellos, que vienen desde los llanos.
Aquí estaré seguro hasta que salga el sol, después podrán verme y se acaba mi historia.
Aunque ya van muchos meses en que mi vida ha dejado de ser mía para ser parte de esta especie de cuerpo colectivo en que nos transforma la guerra.
Nunca pensé que llegaría así mi muerte. Pocas veces lo hice, salvo en alguna ocasión cuando moría alguien de mi edad. Pero al instante encontraba un motivo para diferenciarme de quien había muerto, mi final llegaría precedido de signos evidentes que me darían tiempo para resolver mis propósitos, y así partiría, con la satisfacción de haber hecho lo que quise.
Imaginaba escenarios posibles, edad, enfermedad o accidente, familia alrededor o soledad, rostros circundando el féretro o inexistencia de velatorio, si partiría de noche o de madrugada, si sería con sol o bajo la lluvia.
Ahora, tan próximo el momento, tengo pocas alternativas. La única opción posible es el sitio desde el que surgirá el disparo final, si será una mano enemiga la que accione el gatillo o será la mía la que apure ese final.
Empiezo a ver un leve resplandor hacia el este, espero que los compañeros hayan encontrado refugio. Dentro de muy poco, no podré ayudarlos.

Último acto

Me gustas cuando callas...
P. Neruda



Las reinas tienen tronos, las santas prefieren altares.
Para vos, Eloísa, quizá el Universo sea bastante.
La vida y sus circunstancias nos llevan, algunas veces, a situaciones en las que es imposible equivocarse.

No por ser infalibles, sino porque hemos llegado a un punto en el que no hay opción, el camino es uno solo.
Fue uno solo cuando te encontré. Definitivamente, la morgue no es buen lugar para vos. Tu lugar es el centro de mi living, en esta casa que ha sido un desierto asolado por la nada hasta que llegaste.

Ahora, mi muy querida Eloísa, después de tantas horas mirándote, amándote con todas las fuerzas de mi vida (perdón por la expresión, no estoy trazando una línea divisoria entre nosotros, jamás podría hacer algo así, menos tratándose de vos), las cosas parecen ordenarse.
He querido, en vano casi siempre, encontrar el sentido, el conocimiento, la razón en mi vida.
Palabras que encierran sólo inseguridad en tantos que anhelan ser reconocidos por el mundo a través de hechos que ellos consideran trascendentales y que son sólo el resultado de ponerle palabras a lo que la naturaleza viene haciendo desde tiempos inmemoriales. He estado siempre rodeado de personas que se llenan la boca con palabras que creen importantes, pero que sólo son sinónimos rebuscados para nombrar lo cotidiano, seres minúsculos incapaces de sentir algo por una persona distinta a ellos. Que se admiran, que se veneran, pero no logran ocultarse a sí mismos la profunda miseria de sus existencias.
Querida Eloísa, puedo decir esto con toda mi convicción, porque fui uno de ellos hasta que llegaste a mí; desde entonces, las horas y los días tienen otra luz, la que irradia tu cabellera dorada.
El silencio de mi casa muere (perdón nuevamente, no pretendo distanciarme) ante el silencio de tus labios, tan bellos y quietos.
Mis noches ya no son iguales, mi noción del tiempo se ha trastocado, sólo puedo girar locamente alrededor tuyo, intentando encontrar el mejor ángulo para admirarte.

Ha llegado el momento. Quitaré definitivamente el único obstáculo que nos separa para ser iguales por toda la eternidad. Este puñal me ayudará, sé perfectamente dónde hundirlo para que ya nada se interponga entre nosotros.

Matadero
A la misma hora que todos los lunes, el muchacho lleva al animal al sitio exacto en que comienza la faena. Su madre le ayuda; a veces, le recuerda algo, le alcanza un elemento o simplemente lo mira mientras sonríe en silencio.
Él cubre los ojos del animal con una máscara de cuero, ennegrecida por años de uso. Luego, acciona un percutor sobre la frente de la vaca, que se desploma al aflojarse sus patas. Un tajo certero secciona la carótida limpiamente, a la vez que la punta del cuchillo se clava en su corazón. La sangre sale en un río rojo brillante y cae en un balde de aluminio abollado.
El cuerpo, muerto y desangrado, aún está tibio y en algunos sitios se perciben leves contracciones de los músculos. Con cortes firmes, sólo los necesarios, empiezan a quitar el cuero. Un tajo de punta a punta, desde éste hacia los extremos de las patas. Luego, lentamente, con cuidado, van sacándolo, dejando a la vista la carne rosada, con algunas vetas blancuzcas de grasa y azulinas en los tendones de las patas.
Izan la res con aparejos hasta un gancho que se desliza a lo largo de un riel. La mujer y su hijo, sin hablarse, van haciendo cada uno su parte: él lo que requiere fuerza, ella lo que precisa dedicación y detalle.
Desde otra habitación, a veces aparece el padre del joven, haciendo notar su presencia con pasos pesados. Aunque no diga nada, su autoridad se siente en el lugar, y es fuerte. Por padre, por esposo, por dueño.
Hacia el mediodía, ya ha terminado la faena. Los trozos del cuerpo de la vaca han sido separados y ordenados tal como lo pide el carnicero: la cabeza, las achuras, patas traseras y delanteras, costillas, todo está listo para ser enviado al pueblo.
El viejo da una última mirada, parece ser de aprobación, no hay reproches; mientras, la mujer y su hijo empiezan a limpiar el lugar. Arrojan agua con grandes baldes que el muchacho trae desde un pozo que está en la parte trasera del tinglado, a la sombra de un roble.
La mujer cepilla los pisos cansadamente, se detiene en las grietas que los años han formado en el cemento estucado. Después, lava cuchillosy baldes con sus manos gastadas. Caminan hacia un pequeño cobertizo en el que dejan los delantales sucios de sangre y grasa.
Mientras esperan al que se llevará la carne para el disfrute de otros, mastican callados su comida de siempre.

Primas
Quién sabe cuántos años han pasado desde la última vez que se vieron.
Sin embargo, los lazos profundos, los de sangre y los de afinidad, permiten que la charla fluya plácida entre mate y mate.
Y son anécdotas que van entremezclando infancias propias con achaques comunes y nietos que no cesan de llegar.
Una, que nuevamente ha quedado sola, bromea acerca de la circunstancia, diciendo que los hombres temen acercarse a ella. Pasan de allí, sonrisa pronta y a veces lágrima fácil, a la casa de la abuela común.
La Nona, la que las hacía rezar el Ángelus matutino y vespertino, y los rosarios de quince misterios.
La Nona, con su ropa negra y su corazón generoso, brindando parte de su escasa sopa a los que eran aún más pobres que ella.
Y la nostalgia agridulce de la vida en el campo: la felicidad de tener toda la vida por delante, mezclada con los fríos de aquellos inviernos con tan poco abrigo. Las madres, pariendo en sus casa cuantos hijos les fuese dado tener. Solas, los maridos cuidando alguna vaca o cosechando el maíz.
La memoria fluida, va intercalando hermanos y primos con algún suceso que marca la clave de la fecha de nacimiento: el hermano menor, que nació en la nevada del '54; el primer casamiento, el día que Raquel cumplía 7 años, mezclado con alguna discrepancia acerca de una edad: no, Carlos nació antes del '40, en Noviembre, el día que el viento voló el techo de la escuela.
Suspira Lidia recordando su llegada al Colegio de las monjas, era tan distinta la vida allí, entre desconocidas y costumbres extrañas. Teresa asiente, con una sombra de tristeza, sí, habrá sido complicado adaptarse, pero todavía sufro por no haber tenido esa oportunidad.
El sol atraviesa el blanco de una cortina con puntillas de crochet y llega a acariciar una planta de hojas grandes en forma de corazón.
Desde la repisa, sonríen retratos de niños y adultos, casi todos vestidos de fiesta. Las primas las van mirando, se detienen en uno, una historia lo hace protagonista al pequeño de rulos y pantalón debajo de la rodilla.
Desde el horno se filtra un olor a vainilla, aparece ahí la sonrisa de la tía Matilde, nunca una torta podrá repetir el sabor de las suyas.
No, dice Lidia, no era el sabor, ella me enseñó a hacerla, te aseguro que la receta que preparo es la misma, somos nosotros los que cambiamos.
Tal vez sea así, a mí nunca me salieron iguales los dedalitos con tomates y ajos que preparaba mamá, dice Teresa.
La tarde se va lenta, el mate se ha enfriado.
Los recuerdos las abrigan y envuelven como cálidos edredones cuando se despiden, un beso en cada mejilla.
Ellas, jamás estarán solas.