La resonancia de los suplicios

El suplicio penal no cubre cualquier castigo corporal: es una producción diferenciada de sufrimientos, un ritual organizado para la marcación de las víctimas y la manifestación del poder que castiga, y no la exasperación de una justicia que, olvidándose de sus principios, pierde toda moderación. En los "excesos" de los suplicios, se manifiesta toda una economía del poder. Michel Foucault, Vigilar y castigar, Siglo XXI editores, Buenos Aires (2002)

Nombre: blanconegro
Ubicación: Argentina

05 septiembre 2009

Matadero
A la misma hora que todos los lunes, el muchacho lleva al animal al sitio exacto en que comienza la faena. Su madre le ayuda; a veces, le recuerda algo, le alcanza un elemento o simplemente lo mira mientras sonríe en silencio.
Él cubre los ojos del animal con una máscara de cuero, ennegrecida por años de uso. Luego, acciona un percutor sobre la frente de la vaca, que se desploma al aflojarse sus patas. Un tajo certero secciona la carótida limpiamente, a la vez que la punta del cuchillo se clava en su corazón. La sangre sale en un río rojo brillante y cae en un balde de aluminio abollado.
El cuerpo, muerto y desangrado, aún está tibio y en algunos sitios se perciben leves contracciones de los músculos. Con cortes firmes, sólo los necesarios, empiezan a quitar el cuero. Un tajo de punta a punta, desde éste hacia los extremos de las patas. Luego, lentamente, con cuidado, van sacándolo, dejando a la vista la carne rosada, con algunas vetas blancuzcas de grasa y azulinas en los tendones de las patas.
Izan la res con aparejos hasta un gancho que se desliza a lo largo de un riel. La mujer y su hijo, sin hablarse, van haciendo cada uno su parte: él lo que requiere fuerza, ella lo que precisa dedicación y detalle.
Desde otra habitación, a veces aparece el padre del joven, haciendo notar su presencia con pasos pesados. Aunque no diga nada, su autoridad se siente en el lugar, y es fuerte. Por padre, por esposo, por dueño.
Hacia el mediodía, ya ha terminado la faena. Los trozos del cuerpo de la vaca han sido separados y ordenados tal como lo pide el carnicero: la cabeza, las achuras, patas traseras y delanteras, costillas, todo está listo para ser enviado al pueblo.
El viejo da una última mirada, parece ser de aprobación, no hay reproches; mientras, la mujer y su hijo empiezan a limpiar el lugar. Arrojan agua con grandes baldes que el muchacho trae desde un pozo que está en la parte trasera del tinglado, a la sombra de un roble.
La mujer cepilla los pisos cansadamente, se detiene en las grietas que los años han formado en el cemento estucado. Después, lava cuchillosy baldes con sus manos gastadas. Caminan hacia un pequeño cobertizo en el que dejan los delantales sucios de sangre y grasa.
Mientras esperan al que se llevará la carne para el disfrute de otros, mastican callados su comida de siempre.