La resonancia de los suplicios

El suplicio penal no cubre cualquier castigo corporal: es una producción diferenciada de sufrimientos, un ritual organizado para la marcación de las víctimas y la manifestación del poder que castiga, y no la exasperación de una justicia que, olvidándose de sus principios, pierde toda moderación. En los "excesos" de los suplicios, se manifiesta toda una economía del poder. Michel Foucault, Vigilar y castigar, Siglo XXI editores, Buenos Aires (2002)

Nombre: blanconegro
Ubicación: Argentina

24 julio 2010

Repollo berenjena huevo zapallo alineados hombro con hombro para resistir el avance del enemigo implacable tenedor agudo amenazando la integridad de la escuadra verde.
Hombro con hombro codo con codo defendiendo el derecho a la luz, a creer que es posible que las horas son distintas si se puede amanecer en la luna cuidando que no se pierda el banderín que quedó allá arriba hace 41 años. Para qué podría servir ahora, debe estar acribillado y agujereado por el polvo cósmico que se dedica a romper todo lo que se atraviesa en su paso pero quizá serviría de prueba para convencer a los escépticos que sí, que fue cierto lo que se mostró en la televisión en blanco y negro.
No es cierto que la luna sea de ese color gris, lo que pasa es que entonces los televisores mentían el color. Ahora mienten el sonido de las palabras, al pasar por ahí van perdiendo de a poco o a veces de a mucho, depende quién las pronuncie, el significado que tenían y entonces debemos hacer el trabajo de traducirlas comparando lo que parece que dicen con los recuerdos que tenemos para que así digan lo que debieran.
Pero nos pasa como entonces con los colores: lo que conocíamos, lo pudimos imaginar, los trajes eran blancos, las barras y estrellas ya se sabe, pero qué color tenía la luna, en nuestro registro de cosas vistas no estaba el de la luna desde cerca.
Siempre me gustó imaginar que era de un color rosa clarito, como un gigantesco caramelo de frutilla redondo y con algunos agujeros, y cuando no logro dormirme sueño la luna rosada y suave como un abrazo.

Siempreángel, me mirás para que no me esconda en lo profundo del armario que encierra la oscuridad y me cierra el pecho hasta que empiezan a aletear mariposas negras queriendo escapar, abriendo mis ojos para que sepa que puedo estar afuera, caminar por una vereda en damero blanco y negro, sin pisar la línea, un paso corto, otro paso corto, un paso largo, no se puede pisar el blanco ni las esquinas porque si esto sucediera quizá la furia de algún fenómeno se desataría y por siempre perderé la facultad de ver con los ojos cerrados cómo se hablan despacito los frutos que crecen, insomnes, en el fondo del huerto.
Caminar a saltitos, evitando líneas en una tarde de invierno.
Y vos allá, Siempreángel, prestándome un sol.

04 julio 2010

Bajo una cierta luz, cuando la tarde comienza, salen desde abajo de las hojas de la magnolia unas mariposas pálidas. Tímidas, abren primero los ojos, estiran una por una sus patitas, entrechocan las antenas, flexionan lentas sus alas apenas tornasoladas y luego van volando hacia el agua.
Detrás del vidrio de mi ventana, me oculto y miro sus danzas y juegos, mientras van cubriendo de a poco todo el borde de la fuente.
Tal vez en algún lugar de su mundo necesitan ese enorme trébol de cemento que cada día tratan de hacer volar.
Pero esta tarde algo se ha alterado: vinieron unos pájaros y las han amenazado con sus picos filosos como hachas. No entiendo a esos pájaros tontos, grandes y gordos, con las plumas desordenadas y los ojos miopes, provocando semejante estampida entre las mariposas mansas, invadir su territorio y espantarlas.
Estaban aterradas, podía escuchar sus gritos como un murmullo sibilante, alcancé a ver pánico en los ojitos de una que casi se estrelló en el vidrio.
Yo quería salir, hacer justicia entre esos seres alados, pero no sé cómo hubiese podido hablar con ellos, persuadir a los pájaros o calmar a las mariposas, si justo ayer, en un momento de descuido, alguien ha robado mis alas.

Era una simple visión de lo que no podía resolverse.
Sobre la mesa, el vaso vacío.
Y el silencio de la luna, allá lejos, evitando ser vista por mis ojos ancianos que se empeñan en recordar la historia, plagada de sueños que no pudieron cumplirse. Sueños que apenas gestados tomaron alas y se alejaron tanto.
Aunque, a veces, algunos perfumes dulces traen su recuerdo. Cierro los ojos con fuerza, miro hacia adentro y vuelvo a creer.
Recuerdo la textura del papel de biblia, el sonido susurrante de los velones de la sacristía, la filigrana cerrada de las ventanitas del confesionario, las flores en tu mantilla, negro apenas brillante sobre tul negro, vano intento de ocultar tu belleza, Laura.
Simpre vuelve Laura en estos momentos, como lo hizo cada domingo hace tanto tiempo. Su figura pequeña, la mirada tímida, los pasos rápidos.
Y la culpa milenaria y la cobardía humana, creando un cerco infranqueable, haciéndome creer que la obediencia puede ser una decisión.
Solo, en medio de la noche, las lágrimas gritan mi error.

Un aire familiar atraviesa el rostro antiguo de la estatua de hojalata que hoy colocaste frente a tu puerta.
Vuelan los gorriones y parecen querer levantarla por el aire, en un intento de conjurar el embrujo del canto del metal.
Los colores se resisten: los verdes se mantienen firmes, no dan lugar al azul y reflejan feroces a los amarillos y rojos.
Estalla la luz en el aire, su sonido atenaza las gargantas de los monjes que deben interrumpir sus salmos porque hoy no es el día del Señor.
Las sombras han ganado la lucha, se enseñorean en tu alma, que parece no podrá soportar el agobio de tanto pesar.
Allá lejos, el agua espera.
Es río, es mar, es océano.
Promesa apenas enunciada antes del amanecer.
El agua, quieta o furiosa, como el aire, como la luz, como el trueno.
El agua, fluyendo siempre, como el tiempo, desde que el tiempo empezó.
Implacable, inasible.

Un aire familiar que lleva a algún lugar pero no a otro, se filtra lento entre las nubes, tratando de alcanzar la copa del nogal. El agua fluye lenta por un lecho de arena y ripio, simulando el cansancio de un reptil.
Se detiene el viento un momento, tibio, acariciando el borde del camino.
Ya es tarde, apenas se ven a lo lejos los bordes de las montañas, que parecen haberse fundido en la oscuridad del horizonte.
Una ráfaga agita el maizal y de pronto se siente un murmullo, una conversación, como si estuvieran rezando un rosario a orillas del cementerio, en una ceremonia tardía, oculta a las miradas herejes de quienes no amaron al difunto.
El aire se desliza lento, silencioso entre los árboles de la avenida. Las luces de la ciudad aparecen como ojos inesperados mirando a los perros, que ladran reclamando a sus dueños.
A la salida de la fábrica, los colectivos se llenan de hombres a quienes la fatiga les ha apagado las almas.
Sonámbulos, regresan.

De más está decir que nadie había para abrir la puerta, que continuó cerrada como siempre, como desde siglos atrás. No fueron bastantes los martillos, los sopletes ni los conjuros. Se mantuvo así, cerrada, implacable, como los labios de Diana condenando a Aracné por haber intentado burlarse de los dioses. Y no fueron suficientes las ofrendas, los cantos ni las penitencias que los hombres entregaron, llorando, entre súplicas y promesas.
Y, de pronto, las palabras ya no puedieron salir. Como si hubiesen decidido que ya no quieren enfrentar al mundo. Como si se hubiese cerrado, por siempre, la posibilidad de entender. Como si esperasen la luz que les haga vivir, atravesar las puertas, aunque estén cerradas por siempre, aunque nadie esté para abrirlas. Como si sólo necesitasen una mirada, una sombra, un guiño, un perfume que las guíe a través del laberinto de los silencios.
Y podrán entonces las palabras decir, salvar, soñar.
Aunque nadie esté allí, aunque siga por siglos, cerrada esa puerta.