De más está decir que nadie había para abrir la puerta, que continuó cerrada como siempre, como desde siglos atrás. No fueron bastantes los martillos, los sopletes ni los conjuros. Se mantuvo así, cerrada, implacable, como los labios de Diana condenando a Aracné por haber intentado burlarse de los dioses. Y no fueron suficientes las ofrendas, los cantos ni las penitencias que los hombres entregaron, llorando, entre súplicas y promesas.
Y, de pronto, las palabras ya no puedieron salir. Como si hubiesen decidido que ya no quieren enfrentar al mundo. Como si se hubiese cerrado, por siempre, la posibilidad de entender. Como si esperasen la luz que les haga vivir, atravesar las puertas, aunque estén cerradas por siempre, aunque nadie esté para abrirlas. Como si sólo necesitasen una mirada, una sombra, un guiño, un perfume que las guíe a través del laberinto de los silencios.
Y podrán entonces las palabras decir, salvar, soñar.
Aunque nadie esté allí, aunque siga por siglos, cerrada esa puerta.
Y, de pronto, las palabras ya no puedieron salir. Como si hubiesen decidido que ya no quieren enfrentar al mundo. Como si se hubiese cerrado, por siempre, la posibilidad de entender. Como si esperasen la luz que les haga vivir, atravesar las puertas, aunque estén cerradas por siempre, aunque nadie esté para abrirlas. Como si sólo necesitasen una mirada, una sombra, un guiño, un perfume que las guíe a través del laberinto de los silencios.
Y podrán entonces las palabras decir, salvar, soñar.
Aunque nadie esté allí, aunque siga por siglos, cerrada esa puerta.
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