La resonancia de los suplicios

El suplicio penal no cubre cualquier castigo corporal: es una producción diferenciada de sufrimientos, un ritual organizado para la marcación de las víctimas y la manifestación del poder que castiga, y no la exasperación de una justicia que, olvidándose de sus principios, pierde toda moderación. En los "excesos" de los suplicios, se manifiesta toda una economía del poder. Michel Foucault, Vigilar y castigar, Siglo XXI editores, Buenos Aires (2002)

Nombre: blanconegro
Ubicación: Argentina

25 abril 2010

Cuando llegué al aeropuerto, la empleada de típica blusa blanca, foulard rojo, cabello rubio recogido, logo de la aerolínea bordado en hilos dorados sobre el bolsillo del blazer y sonrisa pulcra, me dijo que el vuelo estaba retrasado. La salida se demoraría por doce horas, de modo que mi arribo a destino se produjo a últimas horas de la tarde.
La espera, el viaje con algunas turbulencias y ciertas incertidumbres quehan sido mi compañía constante, me permiten concluir que no estoy en lo mejor de mis condiciones físicas y anímicas.
Tratando de recomponerme, no iré directo a la casa donde me esperan las tías Greta y Alba.
Puedo imaginarlas, como siempre, desde que yo era un niño tímido, sentadas a esta hora una frente a otra, en medio de los incontables libros de la biblioteca, sentadas en sus sillones de cuero negro.
Nunca entendí sus horas en ese sitio cerrado, agobiante de olor a encierro, tabaco y alcohol, casi sin mirarse, hablando poco, como si fuesen desconocidas.
Hace ya más de seis años que no entro a esa habitación, que no hablo con ellas, que no las veo ni me ven; quién sabe si olvidaron el portazo que di al salir, pero seguramente no habrán cambiado su idea acerca del deber ser. A ellas les asustan demasiado las cosas nuevas, los cambios, lo que intenta o aparenta ser discordante.
El taxista me ha traído a este hotel, que está a pocas cuadras de la casa. La construcción es muy nueva, resalta entre los caserones antiguos rodeados por parques con rejas pintadas de negro.
Ya en mi habitación, me tiro un rato en la cama antes de darme un largo baño de inmersión.
Al salir, escojo la ropa que usaré mañana y la ordeno sobre una silla. Me decido por un traje clásico, oscuro y zapatos de tacón bajo. Usaré muy poco maquillaje para no llamar demasiado la atención o escandalizar a las ancianas.
Mientras me llega el sueño, resuenan las preguntas sin respuesta de mi infancia, las inseguridades de mi adolescencia, solitario y excluido de todos los grupos de mi colegio; las respuestas que no lograba encontrar, mi imposibilidad de inclusión en los ambientes y costumbres ordenados, donde todo se articulaba correctamente, salvo yo, siempre navegando entre dos aguas.
Después, mi partida, mezcla de dolor, incertidumbre y alivio, me dio la distancia necesaria para decidir. Allá lejos, por fin he podido rearmar mi historia, encontrando el modo en el que puedo ser definitivamente yo misma.
Las tías estarán, como siempre, sentadas una frente a otra, esperando el regreso del inconforme que partió hace años.
Quizá las sorprenda encontrarse con la persona calma y luminosa en que me he transformado.
Las sorprenderá aún más mi nuevo documento, con el nombre que he elegido para que me acompañe por el resto de mi vida.

Detrás de los cerros asoman nubarrones blancos, inmensos. Mientras se va ocultando el sol, cambian su color volviéndose profundamente rosados sobre el cielo que se oscurece.
Bajo la copa de un viejo jacarandá, la familia Camacho trata de encontrar una explicación que les permita iniciar su duelo.
Don Jesús acomoda sus brazos en un saco cuyas sisas parecen asfixiarlo. Los mueve hacia atrás y adelante, en círculos lentos, diciendo que aún no logra entender.
- Les dije que no debían apurarse- murmura. Sus bigotes finos dan un pequeño salto cuando exhala el aire se sus pulmones.
- Debemos mantener la calma, no perder la esperanza-, musita Doña Elvira, aferrando con fuerza a la niñita que la mira extrañada.
- Señora, el niño tiene hambre-, le recuerda con firmeza la criada, alcanzándole al menor de la familia. Los rasgos aindiados de Eulalia se mantienen impávidos en medio del constante ir y venir de médicos, parientes y curiosos.
-¿Porqué no habrán esperado que pare la lluvia?- insiste Doña Elvira mientras le da el pecho a su bebé.
- Esos autos modernos hacen creer que son seguros, se gastan fortunas en publicidades. Pero a la hora de frenar, es la lluvia la que impone las condiciones-, dice el hombre, tajante.
- ¿Cómo se llama la niña?- , pregunta Eulalia, mientras sus ojos van desde la pequeña a la catedral, atraída por el tañido de las campanas.
- Lelis, es el nombre que le eligió su madrina-, contesta distraída Doña Elvira.
En ese momento, irrumpe la voz chillona del niño, recuperado luego del disgusto que le provocó la repentina llegada de su padre para sacarlo de un cumpleaños en el que todavía no habían roto la piñata.
- Papá, papá-, grita sin lograr que su padre le responda.
- Papá, papá, quiero irme a casa-, insiste, nuevamente en vano.
Da una vuelta alrededor del grupo, tratando de que alguien lo escuche o al menos lo mire. Le están molestando los zapatos de ir a fiestas, está cansado y sigue sin entender qué está pasando. Mira a su padre, que lo ignora. Su madre no le presta atención cuando está con el bebé, eso ya lo sabe. Pero Eulalia, que suele ser su aliada, está ocupada en atender a esa niña que él no conoce.
De a poco, van encendiéndose las luces de la calle. En la guardia del hospital, brilla una gran cruz verde, centelleante, que da una rara apariencia de movilidad a esas personas que no se han apartado de allí durante horas.
Los niños se han dormido, acomodados en brazos o acurrucados en el piso.
Don Jesús ya se ha olvidado de las molestias del saco. Una mezcla de rabia y tristeza lo atraviesa a esta horas. Doña Elvira contempla a su bebé, durmiendo protegido en sus brazos.
Eulalia, ajena a todo en su sabiduría práctica y resignada, piensa que Lelis quizá deba empezar a acostumbrarse a ser llamada por otro nombre, el que se les da a aquellos que ya no tienen padres.
O, tal vez, que aún no sea demasiado tarde para un milagro.

19 abril 2010

Una llovizna suave atenúa los contornos de las fachadas y desdibuja los árboles.
Las luces de la calle se opacan por momentos, para recuperarse luego de un breve centelleo.
Algunos gatos aprovechan la ausencia de perros para husmear entre los restos de basura que han quedado tirados en el pavimento.
Llegando a la esquina, una cuadra antes del resplandor de la escollera, un cartel con un pálido neón, invita a quien por allí camine a entrar para disfrutar de un café, algún trago o lo que depare el destino.
Ha pasado una hora de la medianoche cuando un hombre acepta el convite.
Se acomoda el nudo de la corbata, se sacude unas gotas de los hombros del saco oscuro, endereza su sombrero y entra, tímido.
Acomoda sus ojos a la semipenumbra y va hacia una mesita al lado del ventanal. Su mirada vuelve un momento hacia la calle que acaba de dejar. Luce ahora tan solitaria como él, único parroquiano en el bar desierto.
Con la mirada busca un mozo para pedir un café. Tras el mostrador, junto a la caja, sólo ve una mujer.
Ella parece estar contando el dinero y verificando cuentas. Levanta la mirada, parece provocarle cierto fastidio este cliente tardío. Lentamente se acerca a la mesa y le pregunta qué se servirá. Él, algo cohibido, apenas murmura: - un café, por favor.
-¿Sólo eso? ¿No quisiera algo un poco más fuerte para aventar este frío?- Pregunta ella, con una sonrisa cortés, que él interpreta insinuadora de otras intenciones.
- Pues entonces que sea un ron-, le dice, con afán de responder la invitación que creyó recibir.
Ella vuelve al mostrador, caminando lentamente, mientras piensa que deberá obtener de este hombre algo a cambio por haberle quitado un rato de descanso.
Regresa con la botella y dos vasos.
- Es que ya he terminado con todo, estaba a punto de cerrar para irme a mi cama cuando usted llegó- le dice mirándolo a los ojos.
Sirve el licor, levanta su vaso en un breve brindis que agita la imaginación. Se levanta y va hacia la fonola.
- La música achica las distancias- comenta él, que ya va por la tercera copa, y la invita a bailar.
Ella asiente, se acerca, bailan unos momentos, hasta que le recuerda que debe cerrar el bar.
Envalentonado por el ron, ofrece su ayuda interesada, sin alcanzar a percibir el brillo que se está dibujando en los ojos de la mujer.
Rápidamente, él alcanza algunas copas que estaban sobre las mesas, sacude los mantelitos y ordena las sillas, sintiendo que se acerca el momento de concretar su sueño.
- Aún faltan las mesas de la terraza- dice ella, con una sonrisa generosa.
La demora está justificada, lo merece, piensa él mientras acarrea la mesa número cincuenta y cuatro.
Está cansado pero cree adivinar que ella está cada vez más interesada en disfrutar de su compañía, siente que sus gestos son una inmensa promesa.
Cuando guarda la última silla, ella le indica que aún falta algo. Mientras se dirige a buscarlo, se cierra la puerta, queda en la calle.
Detrás de la vidriera relucen los ojos claros de la mujer.
A pesar de haber conseguido lo que cada noche busca, no le produce ninguna satisfacción verificar cuán fácil es manipular a los solitarios, qué frágiles son.
Casi tanto como ella...
(A partir de "Una aventura nocturna", de Julio Ribeyro)

18 abril 2010

Lo oscuro de la vida reside ahora en sus ojos, como un filtro que agrega tragedia y desazón a lo que mira.

Transcurren sus días vanos, temerosos, en el encierro profundo de cuatro paredes, interrumpidas por una puerta que pocas veces se abre y una ventana sombreada por una cortinilla de tules y puntillas, lujo extraño para tanta oscuridad.

Colgado en la pared, entre la cama y un ropero casi tan viejo como ella, su peor enemigo: un espejo de marco dorado y recargado de volutas y hojas, con algunos rayos y espadas.

Atrapadas entre innumerables capas de tiempo, contiene las imágenes que le ha ido dando a través de los años: cuando fue feliz, cuando fue madre, cuando fue útil, cuando fue bella, cuando fue viuda.

Lentamente, se acerca a él, para dejar allí la imagen que quedará cuando ella muera.

17 abril 2010

Hay un extraño pacto que los une al frío, ellos se han juramentado a servirle, para que no cese nunca, para alimentar la llovizna y que ya nunca salga el sol.
Cumplen su parte esmeradamente. Aprovechan esos días para llevarse a alguien a la celda del cuarto piso y extraerle todo el dolor que puedan.
Con la porfía sistemática en que han sido instruidos, insisten en sacarnos algo que saben que no existe: la traición. Golpean, golpean, gritan órdenes, asfixian, picanean.
Todo un ritual que van celebrando según un orden establecido, inmutable. Nunca cambian su rutina, no porque sean obedientes, sumisos o dogmáticos, sino que sólo saben hacer eso, son incapaces de crear.
Apenas pueden creer ciegamente.
Se suceden, de a tres por turno, en tres turnos diarios. Nosotros ya los conocemos: por la mañana suben Méndez, el Loco y Páez; a la tarde el Inglés, Serna y David; la noche es del Tuerto, Farias y Gómez.
En el patio, mientras caminamos, el pelo húmedo y los zapatos mojados, sentimos cómo van las cosas allá arriba. El silencio no es bueno, los desmayos suelen enfurecerlos y darle más fuerza a los golpes.
Hace tres días se lo llevaron a Damián. Ya casi no lo oímos, sólo escuchamos los gritos de ellos insultando y preguntando, que se filtran a través de una canción que suena en la radio.
Lo conocemos bien a Damián. Él siempre calla, aunque alguna vez lo vimos sonreír y una vez lloró sin que supiéramos por qué.
Ahora la llovizna cesó y el sol ha aparecido de nuevo.
Bajan al patio lo que quedó de él. Nos acercamos en silencio.
Pese al esfuerzo que hicieron, no han logrado acallar sus ojos.

12 abril 2010

El viento pasa suavemente entre las ramas de los pinos, haciendo caer alguna hoja muerta o apurando las alas de una abeja.
Mientras, él camina. Pasos cansados, andrajoso, mirando apenas el sendero desdibujado.
Durante muchos días ha recorrido ese bosque, ha oído sus lamentos, disfrutó su aroma, bebió su luz pálida atravesando las antiguas frondas.
En su corazón se escriben los versos que le dictan esos árboles viejos, sabios, donde la vida se oculta para recuperar fuerzas.
Los escucha, asiente, a veces sonríe.
Un temblor incontrolable empieza a apoderarse de él cuando recuerda el porqué de sus recorridos: el invierno está llegando y el pueblo necesitará calor para sobrevivir. Él deberá ser quien se encargue de que la imprescindible leña llegue a cada hogar.
Se detiene ante un árbol que está inclinado sobre el borde de un arroyo. Descubre su cabeza, en silencio dice una plegaria, pidiendo que su acción sea perdonada. Empieza a trabajar con el hacha.
La mañana siguiente, baja al pueblo a repartir la leña; va hasta el templo y ofrenda a los dioses el poema que el bosque le dio.
Cuando vuelve a su choza, ya anochece.

Puede ser que, alguna vez, la felicidad llegue  por senderos poco conocidos, cruzando puentes de mentiras o con el miedo como impulso.
Pero qué importancia puede tener el entramado oculto, silenciado, que subyace tras lo visible, si permite que la pasión venza a la rutina y al egoísmo, quitando peso al sacrificio y culpa a la traición.