Hay un extraño pacto que los une al frío, ellos se han juramentado a servirle, para que no cese nunca, para alimentar la llovizna y que ya nunca salga el sol.
Cumplen su parte esmeradamente. Aprovechan esos días para llevarse a alguien a la celda del cuarto piso y extraerle todo el dolor que puedan.
Con la porfía sistemática en que han sido instruidos, insisten en sacarnos algo que saben que no existe: la traición. Golpean, golpean, gritan órdenes, asfixian, picanean.
Todo un ritual que van celebrando según un orden establecido, inmutable. Nunca cambian su rutina, no porque sean obedientes, sumisos o dogmáticos, sino que sólo saben hacer eso, son incapaces de crear.
Apenas pueden creer ciegamente.
Se suceden, de a tres por turno, en tres turnos diarios. Nosotros ya los conocemos: por la mañana suben Méndez, el Loco y Páez; a la tarde el Inglés, Serna y David; la noche es del Tuerto, Farias y Gómez.
En el patio, mientras caminamos, el pelo húmedo y los zapatos mojados, sentimos cómo van las cosas allá arriba. El silencio no es bueno, los desmayos suelen enfurecerlos y darle más fuerza a los golpes.
Hace tres días se lo llevaron a Damián. Ya casi no lo oímos, sólo escuchamos los gritos de ellos insultando y preguntando, que se filtran a través de una canción que suena en la radio.
Lo conocemos bien a Damián. Él siempre calla, aunque alguna vez lo vimos sonreír y una vez lloró sin que supiéramos por qué.
Ahora la llovizna cesó y el sol ha aparecido de nuevo.
Bajan al patio lo que quedó de él. Nos acercamos en silencio.
Pese al esfuerzo que hicieron, no han logrado acallar sus ojos.
Cumplen su parte esmeradamente. Aprovechan esos días para llevarse a alguien a la celda del cuarto piso y extraerle todo el dolor que puedan.
Con la porfía sistemática en que han sido instruidos, insisten en sacarnos algo que saben que no existe: la traición. Golpean, golpean, gritan órdenes, asfixian, picanean.
Todo un ritual que van celebrando según un orden establecido, inmutable. Nunca cambian su rutina, no porque sean obedientes, sumisos o dogmáticos, sino que sólo saben hacer eso, son incapaces de crear.
Apenas pueden creer ciegamente.
Se suceden, de a tres por turno, en tres turnos diarios. Nosotros ya los conocemos: por la mañana suben Méndez, el Loco y Páez; a la tarde el Inglés, Serna y David; la noche es del Tuerto, Farias y Gómez.
En el patio, mientras caminamos, el pelo húmedo y los zapatos mojados, sentimos cómo van las cosas allá arriba. El silencio no es bueno, los desmayos suelen enfurecerlos y darle más fuerza a los golpes.
Hace tres días se lo llevaron a Damián. Ya casi no lo oímos, sólo escuchamos los gritos de ellos insultando y preguntando, que se filtran a través de una canción que suena en la radio.
Lo conocemos bien a Damián. Él siempre calla, aunque alguna vez lo vimos sonreír y una vez lloró sin que supiéramos por qué.
Ahora la llovizna cesó y el sol ha aparecido de nuevo.
Bajan al patio lo que quedó de él. Nos acercamos en silencio.
Pese al esfuerzo que hicieron, no han logrado acallar sus ojos.
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