Detrás de los cerros asoman nubarrones blancos, inmensos. Mientras se va ocultando el sol, cambian su color volviéndose profundamente rosados sobre el cielo que se oscurece.
Bajo la copa de un viejo jacarandá, la familia Camacho trata de encontrar una explicación que les permita iniciar su duelo.
Don Jesús acomoda sus brazos en un saco cuyas sisas parecen asfixiarlo. Los mueve hacia atrás y adelante, en círculos lentos, diciendo que aún no logra entender.
- Les dije que no debían apurarse- murmura. Sus bigotes finos dan un pequeño salto cuando exhala el aire se sus pulmones.
- Debemos mantener la calma, no perder la esperanza-, musita Doña Elvira, aferrando con fuerza a la niñita que la mira extrañada.
- Señora, el niño tiene hambre-, le recuerda con firmeza la criada, alcanzándole al menor de la familia. Los rasgos aindiados de Eulalia se mantienen impávidos en medio del constante ir y venir de médicos, parientes y curiosos.
-¿Porqué no habrán esperado que pare la lluvia?- insiste Doña Elvira mientras le da el pecho a su bebé.
- Esos autos modernos hacen creer que son seguros, se gastan fortunas en publicidades. Pero a la hora de frenar, es la lluvia la que impone las condiciones-, dice el hombre, tajante.
- ¿Cómo se llama la niña?- , pregunta Eulalia, mientras sus ojos van desde la pequeña a la catedral, atraída por el tañido de las campanas.
- Lelis, es el nombre que le eligió su madrina-, contesta distraída Doña Elvira.
En ese momento, irrumpe la voz chillona del niño, recuperado luego del disgusto que le provocó la repentina llegada de su padre para sacarlo de un cumpleaños en el que todavía no habían roto la piñata.
- Papá, papá-, grita sin lograr que su padre le responda.
- Papá, papá, quiero irme a casa-, insiste, nuevamente en vano.
Da una vuelta alrededor del grupo, tratando de que alguien lo escuche o al menos lo mire. Le están molestando los zapatos de ir a fiestas, está cansado y sigue sin entender qué está pasando. Mira a su padre, que lo ignora. Su madre no le presta atención cuando está con el bebé, eso ya lo sabe. Pero Eulalia, que suele ser su aliada, está ocupada en atender a esa niña que él no conoce.
De a poco, van encendiéndose las luces de la calle. En la guardia del hospital, brilla una gran cruz verde, centelleante, que da una rara apariencia de movilidad a esas personas que no se han apartado de allí durante horas.
Los niños se han dormido, acomodados en brazos o acurrucados en el piso.
Don Jesús ya se ha olvidado de las molestias del saco. Una mezcla de rabia y tristeza lo atraviesa a esta horas. Doña Elvira contempla a su bebé, durmiendo protegido en sus brazos.
Eulalia, ajena a todo en su sabiduría práctica y resignada, piensa que Lelis quizá deba empezar a acostumbrarse a ser llamada por otro nombre, el que se les da a aquellos que ya no tienen padres.
O, tal vez, que aún no sea demasiado tarde para un milagro.
Bajo la copa de un viejo jacarandá, la familia Camacho trata de encontrar una explicación que les permita iniciar su duelo.
Don Jesús acomoda sus brazos en un saco cuyas sisas parecen asfixiarlo. Los mueve hacia atrás y adelante, en círculos lentos, diciendo que aún no logra entender.
- Les dije que no debían apurarse- murmura. Sus bigotes finos dan un pequeño salto cuando exhala el aire se sus pulmones.
- Debemos mantener la calma, no perder la esperanza-, musita Doña Elvira, aferrando con fuerza a la niñita que la mira extrañada.
- Señora, el niño tiene hambre-, le recuerda con firmeza la criada, alcanzándole al menor de la familia. Los rasgos aindiados de Eulalia se mantienen impávidos en medio del constante ir y venir de médicos, parientes y curiosos.
-¿Porqué no habrán esperado que pare la lluvia?- insiste Doña Elvira mientras le da el pecho a su bebé.
- Esos autos modernos hacen creer que son seguros, se gastan fortunas en publicidades. Pero a la hora de frenar, es la lluvia la que impone las condiciones-, dice el hombre, tajante.
- ¿Cómo se llama la niña?- , pregunta Eulalia, mientras sus ojos van desde la pequeña a la catedral, atraída por el tañido de las campanas.
- Lelis, es el nombre que le eligió su madrina-, contesta distraída Doña Elvira.
En ese momento, irrumpe la voz chillona del niño, recuperado luego del disgusto que le provocó la repentina llegada de su padre para sacarlo de un cumpleaños en el que todavía no habían roto la piñata.
- Papá, papá-, grita sin lograr que su padre le responda.
- Papá, papá, quiero irme a casa-, insiste, nuevamente en vano.
Da una vuelta alrededor del grupo, tratando de que alguien lo escuche o al menos lo mire. Le están molestando los zapatos de ir a fiestas, está cansado y sigue sin entender qué está pasando. Mira a su padre, que lo ignora. Su madre no le presta atención cuando está con el bebé, eso ya lo sabe. Pero Eulalia, que suele ser su aliada, está ocupada en atender a esa niña que él no conoce.
De a poco, van encendiéndose las luces de la calle. En la guardia del hospital, brilla una gran cruz verde, centelleante, que da una rara apariencia de movilidad a esas personas que no se han apartado de allí durante horas.
Los niños se han dormido, acomodados en brazos o acurrucados en el piso.
Don Jesús ya se ha olvidado de las molestias del saco. Una mezcla de rabia y tristeza lo atraviesa a esta horas. Doña Elvira contempla a su bebé, durmiendo protegido en sus brazos.
Eulalia, ajena a todo en su sabiduría práctica y resignada, piensa que Lelis quizá deba empezar a acostumbrarse a ser llamada por otro nombre, el que se les da a aquellos que ya no tienen padres.
O, tal vez, que aún no sea demasiado tarde para un milagro.
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