La resonancia de los suplicios

El suplicio penal no cubre cualquier castigo corporal: es una producción diferenciada de sufrimientos, un ritual organizado para la marcación de las víctimas y la manifestación del poder que castiga, y no la exasperación de una justicia que, olvidándose de sus principios, pierde toda moderación. En los "excesos" de los suplicios, se manifiesta toda una economía del poder. Michel Foucault, Vigilar y castigar, Siglo XXI editores, Buenos Aires (2002)

Nombre: blanconegro
Ubicación: Argentina

19 abril 2010

Una llovizna suave atenúa los contornos de las fachadas y desdibuja los árboles.
Las luces de la calle se opacan por momentos, para recuperarse luego de un breve centelleo.
Algunos gatos aprovechan la ausencia de perros para husmear entre los restos de basura que han quedado tirados en el pavimento.
Llegando a la esquina, una cuadra antes del resplandor de la escollera, un cartel con un pálido neón, invita a quien por allí camine a entrar para disfrutar de un café, algún trago o lo que depare el destino.
Ha pasado una hora de la medianoche cuando un hombre acepta el convite.
Se acomoda el nudo de la corbata, se sacude unas gotas de los hombros del saco oscuro, endereza su sombrero y entra, tímido.
Acomoda sus ojos a la semipenumbra y va hacia una mesita al lado del ventanal. Su mirada vuelve un momento hacia la calle que acaba de dejar. Luce ahora tan solitaria como él, único parroquiano en el bar desierto.
Con la mirada busca un mozo para pedir un café. Tras el mostrador, junto a la caja, sólo ve una mujer.
Ella parece estar contando el dinero y verificando cuentas. Levanta la mirada, parece provocarle cierto fastidio este cliente tardío. Lentamente se acerca a la mesa y le pregunta qué se servirá. Él, algo cohibido, apenas murmura: - un café, por favor.
-¿Sólo eso? ¿No quisiera algo un poco más fuerte para aventar este frío?- Pregunta ella, con una sonrisa cortés, que él interpreta insinuadora de otras intenciones.
- Pues entonces que sea un ron-, le dice, con afán de responder la invitación que creyó recibir.
Ella vuelve al mostrador, caminando lentamente, mientras piensa que deberá obtener de este hombre algo a cambio por haberle quitado un rato de descanso.
Regresa con la botella y dos vasos.
- Es que ya he terminado con todo, estaba a punto de cerrar para irme a mi cama cuando usted llegó- le dice mirándolo a los ojos.
Sirve el licor, levanta su vaso en un breve brindis que agita la imaginación. Se levanta y va hacia la fonola.
- La música achica las distancias- comenta él, que ya va por la tercera copa, y la invita a bailar.
Ella asiente, se acerca, bailan unos momentos, hasta que le recuerda que debe cerrar el bar.
Envalentonado por el ron, ofrece su ayuda interesada, sin alcanzar a percibir el brillo que se está dibujando en los ojos de la mujer.
Rápidamente, él alcanza algunas copas que estaban sobre las mesas, sacude los mantelitos y ordena las sillas, sintiendo que se acerca el momento de concretar su sueño.
- Aún faltan las mesas de la terraza- dice ella, con una sonrisa generosa.
La demora está justificada, lo merece, piensa él mientras acarrea la mesa número cincuenta y cuatro.
Está cansado pero cree adivinar que ella está cada vez más interesada en disfrutar de su compañía, siente que sus gestos son una inmensa promesa.
Cuando guarda la última silla, ella le indica que aún falta algo. Mientras se dirige a buscarlo, se cierra la puerta, queda en la calle.
Detrás de la vidriera relucen los ojos claros de la mujer.
A pesar de haber conseguido lo que cada noche busca, no le produce ninguna satisfacción verificar cuán fácil es manipular a los solitarios, qué frágiles son.
Casi tanto como ella...
(A partir de "Una aventura nocturna", de Julio Ribeyro)