La casa parece ser a cada momento más estrecha. Las ventanas han sido prolijamente cegadas. Frazadas gruesas cuelgan a modo de cortinas, para evitar que los vidrios provoquen heridas cuando estallen. Los bordes de las puertas y ventanas fueron sellados prolijamente con varias vueltas de cinta para embalar.
Rehenes de una guerra que no buscaron, se abrazan y sueñan; por momentos, tratan de hablar de cosas que los alejen de ese lugar: el sol, ese sol que ahora brillará con toda su fuerza sobre la casa que dejaron, y que acá se les niega.
Ella piensa en el viento de las tardes de Mayo, y su mirada se va hacia la máscara que deberá usar si suena la sirena dos veces, silencio, dos veces, silencio, dos veces, que anunciará que llegan las armas químicas.
¿Podrá usarla? ¿Será efectiva? ¿Cómo soportará el encierro, la falta de aire, el olor del filtro?
Se estremece, es tan extraño que la química la aterrorice. Cruel paradoja, este viaje para trabajar al lado de uno de los últimos dinosaurios de la síntesis orgánica; un sueño que pareció imposible durante tanto tiempo, y de pronto está acá, encerrada en una casa tan pequeña y el riesgo que crece.
Pasan las horas, la señal indica que pueden salir, las bombas no llegarán aún.
Es medianoche. Lentamente, abren la puerta y se asoman a la calle, que está desierta.
Respiran con alivio el aire frío, mientras miran con añoranza el cielo despejado, buscando encontrar algo de calma, quizá alguna explicación o una razón para resistir, lejos, en esa guerra tan ajena.
Él la abraza, vuelven a entrar.
En su cuna, el bebé duerme tranquilo.