Empezó a agitarse un aire arremolinado, cada vez más frío, y cesó la nevada. El camino que faltaba recorrer hasta la casa era empinado, con algunas rocas salientes que Hellen bordeaba con cuidado, tratando de que la soga que la unía a la cabra no se enredase.
Al llegar a la curva, se encontró con el bosquecito de pinos. Se veían bellos, sus ramas aún sostenían algo de nieve. Seguramente, mañana al amanecer, la luz del sol brillaría en los cristales del hielo.
Hellen sonrió apenas, la cabra la distrajo de sus recuerdos al saltar un arbusto.
Cuidado, cabra, rezongó, cuídate al caminar o caeremos las dos.
A lo lejos, divisó su casa, al abrigo del roble. Apuró su paso, la cabra pareció alegrarse e intentó correr, pero Hellen la sostuvo. Cuidado, cabra, cuidado.
Con los últimos reflejos de la luz pálida del sol tras los montes, llegaron.
Hellen llevó la cabra al cobertizo, y cerró cuidadosamente, trabando la puerta con el tronco que estaba allí desde el invierno anterior.
Luego, ya sin prisa, fue hasta la casa y entró lentamente. Cada día le parecía más pesada aquella puerta, de madera maciza y fuerte, que había construido su marido hacía tantos años.
Una vez adentro, buscó a tientas las velas y encendió la más pequeña. Avivó las brasas que quedaban en el fogón, agregó trocitos de leña y ramas secas que recogía mientras caminaba tras de sus animales. Hubo un chisporroteo breve, luego aparecieron las llamas.
Se sentó a mirarlas mientras calentaba agua en la cacerola negrísima. En el silencio, se oía el rumor del fuego y su respiración pausada.
Cortó un trozo de pan, y lo comió despacio, mientras tomaba un té oscuro y amargo. Su cuerpo cansado pedía reposo, pero su mirada no lograba separarse de las llamas. Veía allí, uno tras otro, los rostros de los seres queridos que ya no estaban con ella: sus padres, su marido, su pequeña hija, el perro negro que se había perdido en la nevada grande.
Lentamente, fue apagándose el fuego y la oscuridad se apoderó de la casa.
Los ojos de Hellen se cerraron, una sonrisa débil jugó unos instantes entre sus labios.
Afuera, el cielo se había despejado y la luna llena iluminaba pequeños montones de nieve. Ya no se sentía el viento.
Dentro del cobertizo, la cabra dormía, quieta, tal vez soñando pastos y rocas.
Al llegar a la curva, se encontró con el bosquecito de pinos. Se veían bellos, sus ramas aún sostenían algo de nieve. Seguramente, mañana al amanecer, la luz del sol brillaría en los cristales del hielo.
Hellen sonrió apenas, la cabra la distrajo de sus recuerdos al saltar un arbusto.
Cuidado, cabra, rezongó, cuídate al caminar o caeremos las dos.
A lo lejos, divisó su casa, al abrigo del roble. Apuró su paso, la cabra pareció alegrarse e intentó correr, pero Hellen la sostuvo. Cuidado, cabra, cuidado.
Con los últimos reflejos de la luz pálida del sol tras los montes, llegaron.
Hellen llevó la cabra al cobertizo, y cerró cuidadosamente, trabando la puerta con el tronco que estaba allí desde el invierno anterior.
Luego, ya sin prisa, fue hasta la casa y entró lentamente. Cada día le parecía más pesada aquella puerta, de madera maciza y fuerte, que había construido su marido hacía tantos años.
Una vez adentro, buscó a tientas las velas y encendió la más pequeña. Avivó las brasas que quedaban en el fogón, agregó trocitos de leña y ramas secas que recogía mientras caminaba tras de sus animales. Hubo un chisporroteo breve, luego aparecieron las llamas.
Se sentó a mirarlas mientras calentaba agua en la cacerola negrísima. En el silencio, se oía el rumor del fuego y su respiración pausada.
Cortó un trozo de pan, y lo comió despacio, mientras tomaba un té oscuro y amargo. Su cuerpo cansado pedía reposo, pero su mirada no lograba separarse de las llamas. Veía allí, uno tras otro, los rostros de los seres queridos que ya no estaban con ella: sus padres, su marido, su pequeña hija, el perro negro que se había perdido en la nevada grande.
Lentamente, fue apagándose el fuego y la oscuridad se apoderó de la casa.
Los ojos de Hellen se cerraron, una sonrisa débil jugó unos instantes entre sus labios.
Afuera, el cielo se había despejado y la luna llena iluminaba pequeños montones de nieve. Ya no se sentía el viento.
Dentro del cobertizo, la cabra dormía, quieta, tal vez soñando pastos y rocas.
(a partir de La gran blancura, de John Berger)
1 Comments:
guau
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