La resonancia de los suplicios
El suplicio penal no cubre cualquier castigo corporal: es una producción diferenciada de sufrimientos, un ritual organizado para la marcación de las víctimas y la manifestación del poder que castiga, y no la exasperación de una justicia que, olvidándose de sus principios, pierde toda moderación. En los "excesos" de los suplicios, se manifiesta toda una economía del poder. Michel Foucault, Vigilar y castigar, Siglo XXI editores, Buenos Aires (2002)
21 mayo 2010
Se desmoronan las bolsas se cae el euro la eurozona se parte en mil pedazos de retazos de payasos que repiten fórmulas seguras para aniquilar la esperanza y van a la guerra por ella para imponer la idea de la libertad que no debe necesariamente llevar a la igualdad en la que tal vez algunos habían creído ver la oportunidad de ganar pero luego cambiaron las cosas el tsunami nos igualó ahora todos somos calaveras que dormimos en la ladera de una montaña antes de bajar a la pradera arrastrados por el lodo que lo confunde todo pero que al final cuando los árboles crecen las ramas pueden tapar el bosque de las palabras que sobran para decir lo que ya fue dicho antes de que a alguien se le ocurriera decirlo para tapar con un ruido el silencio tan valioso para llenar hojas y hojas de palabras que ya fueron escritas por otros que tenían algo para decir pero se fueron llorando en el silencio que hicieron sus pares de manos de guantes de zapatos que caminan hacia la ciudad que atrapa a los que llegan los encierra los clasifica los ata y los vende a los que están más allá de este mar que se vuelve negro en medio del día que explotó la plataforma y mueren los corales los delfines las gaviotas y cormoranes que tal vez vuelen al cielo de los cormoranes y qué podrán pescar cuando estén en el cielo se morirán de hambre y bajarán al infierno por escépticos hasta que llegue el invierno y los crucifique por no haber cumplido el mandato que recibieron del dios de los animales que es un poco más dios que el dios de los hombres que van a las guerras en manadas asustadas aullando sus armas para acallar los miedos que tienen de sufrir por su muerte que empieza de a poquito en el día en que nacen las flores que se vuelven girasoles que iluminan los caminos de los viajeros perdidos que huyen del desplome de las bolsas y del euro de la nube de cenizas del volcán de islandia que produce volcanes y música y las gentes no tienen nombre y apellido sólo una serie de letras ordenadas según lo dijo un emperador esquimal que hace siglos vivió y permanece entre la nieve o tal vez se haya subido a la nube de cenizas y ha caído en europa arrastrado por los vientos que no dejan que los aviones viajen para llevar la civilización a todos los rincones del mundo que en realidad no tiene rincones es una especie de esfera aplastada en los polos y que se ensancha en el ecuador cuando maduran los mangos y la fiesta se hace desenfrenada y la gente se horroriza cómo puede ser que los indios tengan petróleo debemos evitar que ellos lo contaminen o aprendan a usarlo se lo vamos a quitar antes que se den cuenta lo llevamos a europa o quizá a tailandia en un expreso tour de viajeros vip que cuidan su salud y evitan contagiarse de enfermedades de mal nombre que tiene pocas letras que se unen en racimos una tras otra en ramillete arracimado para contar las cosas que salen despacio empujándose apenas una a otra desde el interior de un pequeño cañito de plástico semiopaco para luego salir por una punta afilada de metal plateado y decir con voz negra que están aquí y aquí se quedarán porque les gusta estar aquí.
Se ladea el rascacielo buscando la sombra de la nube que huye por el firmamento, firmemente decidida a buscar otro cielo desperezando el anhelo de alcanzar tierra firme donde se sienta cómoda para realizar su tarea agónica en el festival de las ventanas cerradas ojos ciegos que miran hacia adentro comprimiendo las tripas que suben hasta las orejas que no escuchan el grito del hombre que produjo calamidades bajo el cielo naranja de los valles de ruanda por donde aún claman los demonios de la sangre pura la raza perfecta altos negros esbeltos orgullosos de serlo clavando estacas en los ojos claros que miran como si fueran ventanas del infierno que viene a llevar petróleo carbón diamantes niños para que conozcan otro modo de ser transitando en autos que destruyen aires construcciones que ocupan verdes donde donde huyen ciervos y abundan los siervos para que el señor pueda estar tan feliz como si estuviera en las praderas del áfrica negra viendo el azul cielo de nubes blancas descansando sobre el oro negro y viendo el azul mar recibiendo al cristalino río atravesando las arenas doradas a la hoja como las imágenes de las iglesias cerradas para que no roben los santos ni se crean las prostitutas que pueden entrar de día sin ser llamadas a cumplir su rito de sanación de las profundas enfermedades que embargan las almas de los pastores de almas que necesitan cuerpos para saciar sus cuerpos ofrecidos sin pedir a cambio nada más que la salvación eterna de sus espíritus santos que sobrevuelan los pueblos que cantan los himnos que alguna vez escribieron los que querían expresar la más profunda emoción de la que eran presa al llegar la tarde aparecer las estrellas, brillantes sobre terciopelo negro desde oriente hasta cubrir toda la bóveda celeste con constelaciones que transitan el universo desde el big bang, el original, no la réplica pequeña y carísima que cientos de hombres que hablan todas las lenguas construyeron bajo una montaña para jugar a ser por un rato o por una vida los ayudantes del creador que debió haber estado aburrido cuando decidió que hacía falta la luz y la luz se hizo y desde entonces es, y no es bueno que el hombre esté solo y desde entonces no lo está a pesar de que cuando llega fin de mes y las cuentas no cierran el hombre a veces se queda solo hasta que llega algún perro y lo salva con sus ojos que lo miran como si él fuese el único ser capaz de comprenderlo en el mundo y el hombre hace como que le cree al perro que es un engaño que sirve para que el hombre ya no esté solo como la nube blanca que atraviesa el cielo huyendo rauda de la amenaza que implica sobrevolar new york en esta época del año, propicia a las tormentas, sequías, tornados y a veces maremotos.
15 mayo 2010
Desde mi ventana, miro hacia la calle.
Como cada día desde hace años, el hombre llega hasta la esquina de Alvear y Mitre.
Es invierno y parece más apurado que otras veces, tal vez el frío lo haga anhelar con más fuerza el calor de su casa. O quizá se dirige hacia su trabajo y teme llegar tarde.
Lleva sombrero y sobretodos negros, y su sombra sobre la calle toma una forma que lo asemeja a un Batman de parque de diversiones en gira por el interior. Recuerdo esos parques, siempre me transmitieron una especie de nostalgia que ahora puedo entender y entonces me era extraña:todos los personajes estaban cansados, eran apenas una copia rústica de su esplendor original.
Cuando se es niño, las cosas y las personas se ven como ahora puedo ver una foto: el rostro del tío Juan siempre ha sido igual de viejo, el árbol del frente de casa es muy alto, la casa de Alejo siempre estuvo entre el baldío de los Rosas y la zanja de desagüe.
Con los años, viene la perspectiva, vemos los cambios, nuevas fotos se incorporan al álbum.
Vuelvo mi mirada a la calle. La sombra del poste del semáforo atraviesa la ochava y luego trepa por la vidriera de la panadería, rodea la marquesina y alcanza a arañar la terraza, como una gigantesca anaconda tratando de aprisionar el edificio.
El hombre llega al borde de la sombra. Mira a un lado y otro, cree que está solo, no registra mi presencia tras de la ventana a oscuras.
Toma su sombrero en la mano derecha, hace una reverencia hacia ambos lados de la calle y luego salta, sonriendo, hacia el otro lado de la sombra.
Como cada día desde hace años, el hombre llega hasta la esquina de Alvear y Mitre.
Es invierno y parece más apurado que otras veces, tal vez el frío lo haga anhelar con más fuerza el calor de su casa. O quizá se dirige hacia su trabajo y teme llegar tarde.
Lleva sombrero y sobretodos negros, y su sombra sobre la calle toma una forma que lo asemeja a un Batman de parque de diversiones en gira por el interior. Recuerdo esos parques, siempre me transmitieron una especie de nostalgia que ahora puedo entender y entonces me era extraña:todos los personajes estaban cansados, eran apenas una copia rústica de su esplendor original.
Cuando se es niño, las cosas y las personas se ven como ahora puedo ver una foto: el rostro del tío Juan siempre ha sido igual de viejo, el árbol del frente de casa es muy alto, la casa de Alejo siempre estuvo entre el baldío de los Rosas y la zanja de desagüe.
Con los años, viene la perspectiva, vemos los cambios, nuevas fotos se incorporan al álbum.
Vuelvo mi mirada a la calle. La sombra del poste del semáforo atraviesa la ochava y luego trepa por la vidriera de la panadería, rodea la marquesina y alcanza a arañar la terraza, como una gigantesca anaconda tratando de aprisionar el edificio.
El hombre llega al borde de la sombra. Mira a un lado y otro, cree que está solo, no registra mi presencia tras de la ventana a oscuras.
Toma su sombrero en la mano derecha, hace una reverencia hacia ambos lados de la calle y luego salta, sonriendo, hacia el otro lado de la sombra.
Una calle bordeada de álamos va hacia el sur en lenta procesión, siguiendo la brisa que acuna los deseos. Entre las hojas, flotan criaturas azules dibujadas con un pincel muy fino de cerda de potrillo blanco, especial para dar vida a las figuras circulares y a los ojos amarillos.
Una balsa sacude las ramas de algas translúcidas que nadan, dormidas, mientras viajan hacia la India en su peregrinación anual de purificación de almas perdidas, tantas almas se han perdido, otros pierden la vida, otros pierden la vista, otros la calma.
Y el sol que no deja de alumbrar y molesta el sueño de los que al otro día tienen que trabajar para no perder el tiempo que según dicen los protestantes anglosajones es dinero.
Cuánto dinero se ha perdido, a razón de un céntimo el segundo, ya sumaría varios millones, que podrían usarse para las causas nobles que deben defenderse pagando por ellas, como proteger a las focas del Ártico de las matanzas que realizan los que tienen tiempo porque otra parte de su tiempo ya la han transformado en el dinero con el cual comprar el derecho a matar las focas o los okapis en África o los kiwis en Nueva Zelanda, que debieran pensar seriamente en lo absurdo de sus nombres, por eso están condenados a desaparecer, no puede haber un animal con nombre de fruta o será que la fruta se llama así porque se parece al animal.
Una ráfaga de viento sacude los árboles y caen flores y más flores, los pétalos cubren la ciudad con un manto rosa, amarillo y azul que la hace frágil, parece una flor posada sobre el costado izquierdo de una langosta gigante.
Vuela la langosta, se sacude la flor, la ciudad se estremece y cierra los ojos.
El día sueña.
Una balsa sacude las ramas de algas translúcidas que nadan, dormidas, mientras viajan hacia la India en su peregrinación anual de purificación de almas perdidas, tantas almas se han perdido, otros pierden la vida, otros pierden la vista, otros la calma.
Y el sol que no deja de alumbrar y molesta el sueño de los que al otro día tienen que trabajar para no perder el tiempo que según dicen los protestantes anglosajones es dinero.
Cuánto dinero se ha perdido, a razón de un céntimo el segundo, ya sumaría varios millones, que podrían usarse para las causas nobles que deben defenderse pagando por ellas, como proteger a las focas del Ártico de las matanzas que realizan los que tienen tiempo porque otra parte de su tiempo ya la han transformado en el dinero con el cual comprar el derecho a matar las focas o los okapis en África o los kiwis en Nueva Zelanda, que debieran pensar seriamente en lo absurdo de sus nombres, por eso están condenados a desaparecer, no puede haber un animal con nombre de fruta o será que la fruta se llama así porque se parece al animal.
Una ráfaga de viento sacude los árboles y caen flores y más flores, los pétalos cubren la ciudad con un manto rosa, amarillo y azul que la hace frágil, parece una flor posada sobre el costado izquierdo de una langosta gigante.
Vuela la langosta, se sacude la flor, la ciudad se estremece y cierra los ojos.
El día sueña.
Ulises, cuántas veces he tenido que decirte que no te vayas lejos, salir de casa sin rumbo fijo y además en el barco no puede ser bueno para ninguna pareja y la nuestra ya estaba en crisis.
Cada vez que salía a la puerta, que miraba el horizonte, no lograba verte, ya tu imagen se me desdibujaba, tus ojos me parecía estaban dados vuelta y tu barba era una túnica que cubría tus brazos.
¿Brazos? Parecían columnas del templo de las vestales y ya pensaba que tal vez te habías enamorado de alguna de esas jóvenes que sólo sirven para mantener el fuego encendido.
Y por las noches, las estrellas marcaban un camino que tampoco te devolvía a casa y mis ojos se empezaron a mirar entre sí, por encima de la nariz primero, hasta que hicieron un túnel a través de ella y no paraban de mirarse ni siquiera cuando estaban cerrados.
Han pasado tantos lunes, Ulises, te advertí que no debías demorarte, o en todo caso que trataras de fumar menos para no tener que salir cada noche a comprar cigarrillos y parece que todos los kioscos están cerrados y no te van a abrir por un miserable atado de negros sin filtro y vos aprovechás y todas las noches volvés con alfajores, chocolates y fernet, ya podríamos poner un kiosco en casa, pero claro, no podríamos vender cigarrillos porque te los fumás todos vos, si seguís así es posible que pronto debas trasladarte al hospital para estar más cerca del pulmotor, pero claro, Ulises, vos sos fuerte, tus padres se esmeraron en vos. Tuve que soportar que me miraran con su cara de furia, nunca me perdonaron que te fueras a mi casa, ellos son semidioses y yo apenas una aspirante a reina de belleza, no se les pasó la rabia ni siquiera cuando me eligieron como representante para el concurso en California y lo gané, pero ellos decían que yo no era suficiente para vos.
Hoy ha salido el sol, la luz volvió con tonos turquesa, a lo lejos vi ángeles y después apareciste, como tantas veces, listo para el beso, no perdamos tiempo, te extrañé tanto, besémonos antes de que las nubes se cierren y nos dejen sin aire.
Cada vez que salía a la puerta, que miraba el horizonte, no lograba verte, ya tu imagen se me desdibujaba, tus ojos me parecía estaban dados vuelta y tu barba era una túnica que cubría tus brazos.
¿Brazos? Parecían columnas del templo de las vestales y ya pensaba que tal vez te habías enamorado de alguna de esas jóvenes que sólo sirven para mantener el fuego encendido.
Y por las noches, las estrellas marcaban un camino que tampoco te devolvía a casa y mis ojos se empezaron a mirar entre sí, por encima de la nariz primero, hasta que hicieron un túnel a través de ella y no paraban de mirarse ni siquiera cuando estaban cerrados.
Han pasado tantos lunes, Ulises, te advertí que no debías demorarte, o en todo caso que trataras de fumar menos para no tener que salir cada noche a comprar cigarrillos y parece que todos los kioscos están cerrados y no te van a abrir por un miserable atado de negros sin filtro y vos aprovechás y todas las noches volvés con alfajores, chocolates y fernet, ya podríamos poner un kiosco en casa, pero claro, no podríamos vender cigarrillos porque te los fumás todos vos, si seguís así es posible que pronto debas trasladarte al hospital para estar más cerca del pulmotor, pero claro, Ulises, vos sos fuerte, tus padres se esmeraron en vos. Tuve que soportar que me miraran con su cara de furia, nunca me perdonaron que te fueras a mi casa, ellos son semidioses y yo apenas una aspirante a reina de belleza, no se les pasó la rabia ni siquiera cuando me eligieron como representante para el concurso en California y lo gané, pero ellos decían que yo no era suficiente para vos.
Hoy ha salido el sol, la luz volvió con tonos turquesa, a lo lejos vi ángeles y después apareciste, como tantas veces, listo para el beso, no perdamos tiempo, te extrañé tanto, besémonos antes de que las nubes se cierren y nos dejen sin aire.
La sombra del sauce llorón se va alargando, lenta, mientras el sol se acerca al borde de las sierras, hasta ocultarse tras de ellas.
En el aire, bandadas de gorriones y de palomas dibujan islotes que se desplazan formando figuras zigzagueantes yendo hacia el montecito de chañares, su refugio hasta que vuelva el día.
Apoyado en el tronco añoso, un hombre dormita mientras su perro, negro, flaco y hocicudo, lo mira, en actitud protectora y algo sumisa.
A lo lejos, se encienden algunas luces en casas, galpones, camionetas o tractores que hacen el último viaje del día.
De a poco aparecen las luciérnagas, como estrellas frágiles bailoteando en el aire quieto.
El hombre se ha dormido y sueña.
Corre, atravesando el campo sembrado de lino, que ha abierto sus flores esta tarde.
Va hasta el río, está llegando la creciente. El agua tapa los bordes, los alambrados, llega a los acacios y sigue subiendo. La correntada oscura arrastra troncos, entre borbollones de espuma.
Sigue andando, ahora está en un bosque de pinos. No hay viento, el aire es cálido, se escucha el zumbido intenso de millones de abejas que van y vienen desde los árboles hasta sus colmenas.
El hombre se detiene, necesita pensar, no recuerda el porqué de su viaje. A su lado se encuentra ahora un amigo de años, que parece querer preguntarle algo, pero se aleja sin decir palabra.
Cae una lluvia intensa y feroz sobre el bosque, él no se moja, algo impide que el agua entre en contacto con su piel.
No se moja, pero de pronto siente que no puede respirar, una soga muy gruesa está rodeando su cuello, ajustándolo cada vez con mayor fuerza. No sabe porqué sus manos no pueden defenderlo, se niegan a salir de sus bolsillos, como si se hubiesen transformado en piedras inmóviles a los lados de su cuerpo.
Todo está oscuro ahora, todo está en silencio.
Es un niño, pequeño y ansioso rumbo a la casa de su abuela. El sol brilla muy fuerte, el camino está rodeado de pequeños charcos. El galope parejo del petiso le hace dar saltitos sobre la montura.
Ríe, feliz sin saber que lo es. Llega hasta una tranquera, salen a su encuentro los perros de la casa, ladrando en un trío desacompasado.
Se sobresalta el hombre, abre los ojos.
Ya es de noche, sólo están él y su perro.
En el aire, bandadas de gorriones y de palomas dibujan islotes que se desplazan formando figuras zigzagueantes yendo hacia el montecito de chañares, su refugio hasta que vuelva el día.
Apoyado en el tronco añoso, un hombre dormita mientras su perro, negro, flaco y hocicudo, lo mira, en actitud protectora y algo sumisa.
A lo lejos, se encienden algunas luces en casas, galpones, camionetas o tractores que hacen el último viaje del día.
De a poco aparecen las luciérnagas, como estrellas frágiles bailoteando en el aire quieto.
El hombre se ha dormido y sueña.
Corre, atravesando el campo sembrado de lino, que ha abierto sus flores esta tarde.
Va hasta el río, está llegando la creciente. El agua tapa los bordes, los alambrados, llega a los acacios y sigue subiendo. La correntada oscura arrastra troncos, entre borbollones de espuma.
Sigue andando, ahora está en un bosque de pinos. No hay viento, el aire es cálido, se escucha el zumbido intenso de millones de abejas que van y vienen desde los árboles hasta sus colmenas.
El hombre se detiene, necesita pensar, no recuerda el porqué de su viaje. A su lado se encuentra ahora un amigo de años, que parece querer preguntarle algo, pero se aleja sin decir palabra.
Cae una lluvia intensa y feroz sobre el bosque, él no se moja, algo impide que el agua entre en contacto con su piel.
No se moja, pero de pronto siente que no puede respirar, una soga muy gruesa está rodeando su cuello, ajustándolo cada vez con mayor fuerza. No sabe porqué sus manos no pueden defenderlo, se niegan a salir de sus bolsillos, como si se hubiesen transformado en piedras inmóviles a los lados de su cuerpo.
Todo está oscuro ahora, todo está en silencio.
Es un niño, pequeño y ansioso rumbo a la casa de su abuela. El sol brilla muy fuerte, el camino está rodeado de pequeños charcos. El galope parejo del petiso le hace dar saltitos sobre la montura.
Ríe, feliz sin saber que lo es. Llega hasta una tranquera, salen a su encuentro los perros de la casa, ladrando en un trío desacompasado.
Se sobresalta el hombre, abre los ojos.
Ya es de noche, sólo están él y su perro.
Marie apura el paso. Una ráfaga del viento frío del atardecer le hace llevar su mano izquierda al cuello del abrigo, cerrándolo mientras mira hacia el piso.
Como tantas veces, ella llega a la escribanía de Gilles Moffitt en busca de novedades. A pesar de tantas visitas infructuosas, anhela que la de hoy le depare alguna esperanza.
- Esperanza es lo único que nos dejan tener a los pobres-, solía decir su madre mientras intentaba saciar el hambre de los muchos hijos que la rodeaban.
Marie sabe que esperar no es suficiente, ha aprendido que a veces es necesario exigir. Como aquel invierno, cuando la nieve no cesaba de caer. Se estremece en el recuerdo del frío, de Paul y Angeline que no lo soportaron, de las manos que se volvían azuladas y dolían tanto.
Aquella vez, el cura les pedía que fueran pacientes, pero no los dejaba dormir dentro de la iglesia ni encender fuego en el portal. Y sí, piensa ella, es fácil pedir paciencia para aguantar el frío cuando se tienen los pies calientes y la panza llena.
Fue terrible aquel invierno, pero no pudo con ellos. Más aún, a veces siente que fue necesario ese sufrimiento, que los llevó al borde mismo de la supervivencia. Ya no podían esperar, debían conseguir un techo. Y había tantas casas vacías en el invierno de St. Ives.
No recuerda de quién fue la idea de recorrer la ciudad, pero pronto todos estuvieron de acuerdo: no tardaron en elegir el viejo chalet de la calle 12, frente al paso a nivel, a cinco cuadras de la estación del tren.
Todos habían pasado muchas veces frente a ese chalet y no recordaban haber visto jamás una ventana abierta o alguien en el jardín cubierto de yuyos.
Cuando entraron por primera vez, les pareció que estaba casi tan frío adentro como en la calle. Pero, de a poco, cada una de las familias fue adecuando una parte hasta tranformarlo en un sitio casi cómodo. Tal vez no para los demás, pero para ellos es el hogar que conocen.
Aún sienten temor cuando escuchan alguna sirena, fueron muchas las veces que trataron de sacarlos a todos de allí. Usurpadores, les solían decir, pero ellos nunca se dejaron amedrentar.
El escribano Moffitt les aseguró que mientras le paguen su cuota semanal no los desalojarán, que tiene avanzados los trámites para legalizar su situación, que la casa ya es de ellos. Es tanto el dinero que ya le han entregado y los papeles no aparecen...
Esta tarde, Marie cree que ha llegado el momento de exigir una respuesta.
Un pretexto ya no es suficiente.
Como tantas veces, ella llega a la escribanía de Gilles Moffitt en busca de novedades. A pesar de tantas visitas infructuosas, anhela que la de hoy le depare alguna esperanza.
- Esperanza es lo único que nos dejan tener a los pobres-, solía decir su madre mientras intentaba saciar el hambre de los muchos hijos que la rodeaban.
Marie sabe que esperar no es suficiente, ha aprendido que a veces es necesario exigir. Como aquel invierno, cuando la nieve no cesaba de caer. Se estremece en el recuerdo del frío, de Paul y Angeline que no lo soportaron, de las manos que se volvían azuladas y dolían tanto.
Aquella vez, el cura les pedía que fueran pacientes, pero no los dejaba dormir dentro de la iglesia ni encender fuego en el portal. Y sí, piensa ella, es fácil pedir paciencia para aguantar el frío cuando se tienen los pies calientes y la panza llena.
Fue terrible aquel invierno, pero no pudo con ellos. Más aún, a veces siente que fue necesario ese sufrimiento, que los llevó al borde mismo de la supervivencia. Ya no podían esperar, debían conseguir un techo. Y había tantas casas vacías en el invierno de St. Ives.
No recuerda de quién fue la idea de recorrer la ciudad, pero pronto todos estuvieron de acuerdo: no tardaron en elegir el viejo chalet de la calle 12, frente al paso a nivel, a cinco cuadras de la estación del tren.
Todos habían pasado muchas veces frente a ese chalet y no recordaban haber visto jamás una ventana abierta o alguien en el jardín cubierto de yuyos.
Cuando entraron por primera vez, les pareció que estaba casi tan frío adentro como en la calle. Pero, de a poco, cada una de las familias fue adecuando una parte hasta tranformarlo en un sitio casi cómodo. Tal vez no para los demás, pero para ellos es el hogar que conocen.
Aún sienten temor cuando escuchan alguna sirena, fueron muchas las veces que trataron de sacarlos a todos de allí. Usurpadores, les solían decir, pero ellos nunca se dejaron amedrentar.
El escribano Moffitt les aseguró que mientras le paguen su cuota semanal no los desalojarán, que tiene avanzados los trámites para legalizar su situación, que la casa ya es de ellos. Es tanto el dinero que ya le han entregado y los papeles no aparecen...
Esta tarde, Marie cree que ha llegado el momento de exigir una respuesta.
Un pretexto ya no es suficiente.