Las averiguaciones previas para ubicar el lote preciso, el punto adecuado, la proximidad a algún camino, los integrantes del equipo de "cosechadores", la selección en el lugar (ni demasiado tiernos ni muy duros), la cantidad a cortar, todo constituye un ritual preciso.
Ahora están en la cocina,sobre la mesada, pelados y listos. Como siempre, falta poco para la cena.
Se apura desgranándolos con el cuchillo grande, tratando de evitar los cortes en sus dedos, algo que le sucede con cierta frecuencia y que ha dado origen a más de una broma de sus hijos. Sin embargo, hoy se salvó.
Se distrae con el noticiero de la tele, mientras busca la licuadora y los otros ingredientes. Al abrir la heladera, nota que debería reponer algunos faltantes, los estantes lucen despoblados.
Mientras procesa los granos, las cebollas, tomates y pimientos, piensa que sería pasible de fuertes sanciones por los creadores de la receta original. Quizá hubiese preferido usar mortero, cuchillo y paciencia, en lugar de licuadora y apuro.
Enciende la cocina, ubica la olla sobre su hornalla preferida, y empieza a revolver; ahora, la cuchara se mueve con facilidad.
Ve que los vidrios de la ventana están nuevamente sucios, y recuerda los comerciales en que aparece un superhéroe que limpia todo ante la mirada extasiada del ama de casa.
Se le plantea una gran duda: si pudiese elegir otra vida, quisiera volver a la ausencia de estrés o ir hasta un futuro poblado de robots capaces de limpiar los vidrios por ella?
Mientras empieza apercibir los primeros aromas, se da cuenta que la fatiga crónica no es su mayor problema; tampoco sería lo suyo mirar robots con arrobamiento.
Mientras el paladar lo disfruta, siente que algo de su infancia está en esa casa, en ese lugar, en este tiempo.