Hombro con hombro codo con codo defendiendo el derecho a la luz, a creer que es posible que las horas son distintas si se puede amanecer en la luna cuidando que no se pierda el banderín que quedó allá arriba hace 41 años. Para qué podría servir ahora, debe estar acribillado y agujereado por el polvo cósmico que se dedica a romper todo lo que se atraviesa en su paso pero quizá serviría de prueba para convencer a los escépticos que sí, que fue cierto lo que se mostró en la televisión en blanco y negro.
No es cierto que la luna sea de ese color gris, lo que pasa es que entonces los televisores mentían el color. Ahora mienten el sonido de las palabras, al pasar por ahí van perdiendo de a poco o a veces de a mucho, depende quién las pronuncie, el significado que tenían y entonces debemos hacer el trabajo de traducirlas comparando lo que parece que dicen con los recuerdos que tenemos para que así digan lo que debieran.
Pero nos pasa como entonces con los colores: lo que conocíamos, lo pudimos imaginar, los trajes eran blancos, las barras y estrellas ya se sabe, pero qué color tenía la luna, en nuestro registro de cosas vistas no estaba el de la luna desde cerca.
Siempre me gustó imaginar que era de un color rosa clarito, como un gigantesco caramelo de frutilla redondo y con algunos agujeros, y cuando no logro dormirme sueño la luna rosada y suave como un abrazo.