Hace tanto tiempo que recorro este campo y sigo pensando en el día en que sea mío. Pero nunca me alcanza para comprarlo, siempre se atraviesa algún parejero prometedor, y todo vuelve al comienzo: el campo sigue siendo ajeno.
Cuando éramos chicos, Ismael y yo pasábamos días y días, larguísimos en verano, fríos y ventosos en agosto, horas y horas caminábamos buscando liebres recién paridas, cuevas de peludos, la vizcachera del Bajo y el premio mayor. Un nido de perdiz, lleno de huevitos marrones como chocolate. Él siempre fue tan callado, pero sabía más que yo, era el que encontraba los rastros y el que sentía los sonidos más leves.
Cuando hubo que elegir quién trabaje el campo y quién estudie, él no se animó a ir al pueblo, no quiso cambiar el horizonte de sus días ni las estrellas de sus noches.
Ahora, nos estamos poniendo viejos los dos, y mis esperanzas están tan lejos como antes. Cada vez se me hace más difícil hablar con él. Pero soy yo quien calla, cómo le voy a decir que todo su trabajo ha ido a perderse en las patas de un caballo que no supo llegar primero.
Y él, solo en su rancho, para qué quiere esa plata que no sabría en qué gastar, para qué más ovejas si ya tiene suficientes.
Una noche de estas, apenas oscurezca, iré a verlo y le hablaré. Por las dudas, llevaré mi puñal.
Nunca se sabe cómo puede reaccionar un silencioso si llega a enojarse.