y silba, como un zorzal
o una armónica
tirada en la banquina
de un camino polvoriento.
El horror es seda,
blanca, con pavos reales
y un ojo de Buda
escondido entre las plumas.
El horror, a veces, llega.
El suplicio penal no cubre cualquier castigo corporal: es una producción diferenciada de sufrimientos, un ritual organizado para la marcación de las víctimas y la manifestación del poder que castiga, y no la exasperación de una justicia que, olvidándose de sus principios, pierde toda moderación. En los "excesos" de los suplicios, se manifiesta toda una economía del poder. Michel Foucault, Vigilar y castigar, Siglo XXI editores, Buenos Aires (2002)