Canta Cecilia entre los árboles y los lagartos, un canto triste con sonido de luz.
Sonríen los manzanos al oír su voz bella y firme, ondulando lenta,
perdiéndose entre una sombra y un relámpago, subiendo por la estela suave de la luna oculta tras la niebla de Octubre.
Canta Cecilia y cada nota resuena profunda entre las montañas, espantando fantasmas y llamando ángeles,
los que aún tañen arpas en el cielo y los que cayeron al destierro por haber querido saber, y hoy sólo pueden brillar si una voz les abre las puertas que les permiten sentir.
Cantó Cecilia al nacer, cuando aún no sabía del amor, cuando ignoraba el olvido, las partidas y los regresos.
Y cuando canta al atardecer, bajo los cerezos,
ella sueña y vuela,
vuela mientras canta, porque será siempre su canto el que la deje volar.
Canta Cecilia en el monte,
tigres y serpientes,
babuinos y garzas la oyen.
Se alarga una nota, son puñales de acero chocando en el aire,
estampido de sones que van fluyendo lentos hasta ser como agua,
hasta ser como miel,
hasta ser como lava.
Explota el silencio,
nieve que teme ser expuesta ante el sol, para expirar entre cristales,
extrañezas del ciclo elemental,
exiguo despojo de una canción extrañada,
extranjera,
exangüe entre los brazos de un duende,
el duende que acunó cada día a Cecilia,
exiliada en su selva,
expósita eterna,
expulsada del Edén.