Teje Matilde teje hilo finísimo seis agujas que nunca se caen dibujan rosas rojas abrazando la pared blanca dibujan margaritas blancas cubriendo el camino de pedregullo y césped verde como la hoja de la hiedra que cubre la rajadura entre los ladrillos ásperos como las manos del que cada mañana besa a Matilde antes de irse al campo a robarle un poco de vida a la tierra para su único hijo nacido entre acacias blancas y pastizales ondulantes frente al río que canta murmura o grita que trae paz o se lleva la sangre del que acuchillaron debajo del sauce que nunca dejó de llorar sus ramas en el agua sus hojas acariciando la corriente pidiendo perdón por no haber visto o no haber adivinado que entre las sombras brillaría un puñal que el puñal estaría en una mano que esa mano obedecería a un rencor que sólo podría callar si el puñal hallaba un corazón y brilló la sangre sobre el pasto y la luna hizo como que no vio miró hacia otro lado viajó a través de nubes blancas como espuma en el cielo azul como de noche entre estrellas que brillan como metal y viajó la luna viajó alumbró unos cabellos blancos unas manos ágiles unas manos ásperas unas manos que hoy están dentro de mis manos.
La resonancia de los suplicios
El suplicio penal no cubre cualquier castigo corporal: es una producción diferenciada de sufrimientos, un ritual organizado para la marcación de las víctimas y la manifestación del poder que castiga, y no la exasperación de una justicia que, olvidándose de sus principios, pierde toda moderación. En los "excesos" de los suplicios, se manifiesta toda una economía del poder. Michel Foucault, Vigilar y castigar, Siglo XXI editores, Buenos Aires (2002)
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