Pobres flores blancas terminar aplastadas arrojadas condenadas en compañía no elegida quizá hubiesen querido ceñir la frente de una novia el centro de una mesa en almuerzo homenaje al ilustre fundador de esta city o morir de viejas en el jardín al lado justo de donde fluye el agua que sigue y sigue tal vez hubiera llevado algunos pétalos hasta el mismo borde del mar estaría ya mustio pero atento a los cambios en la salinidad soledad de alta mar merced al hambre de las gaviotas o a la codicia de una anémona oculta entre el coral y la pobre flor no pudo nada de esto sólo fue testigo obligado de lagrimerío forzado a veces cierto pero no del todo porque ya se sabe todo tiene un final puede ser heroico como los reyes que murieron en batalla o glorioso como los que han muerto entre los brazos amorosos de amantes en la clandestinidad o finales simples porque simplemente el final debe llegar incluso si no es llamado o pedido si es evitado o repudiado y las flores blancas sin quererlo arrojadas y los que están alrededor queriendo ser salvados viendo de reojo cómo baja el ataúd mirando de costado para adivinar qué sienten quienes los acompañan o quién preferirían que estuviese bajando en lugar del que con flores blancas baja flores blancas música sacra miradas de reojo el ataúd tocó el suelo ya se pueden retirar señores la ceremonia ha terminado qué suerte aun es temprano podemos ir a tomar un café hasta el próximo encuentro hasta que nos acompañen las flores blancas.
La resonancia de los suplicios
El suplicio penal no cubre cualquier castigo corporal: es una producción diferenciada de sufrimientos, un ritual organizado para la marcación de las víctimas y la manifestación del poder que castiga, y no la exasperación de una justicia que, olvidándose de sus principios, pierde toda moderación. En los "excesos" de los suplicios, se manifiesta toda una economía del poder. Michel Foucault, Vigilar y castigar, Siglo XXI editores, Buenos Aires (2002)
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