El bar es pequeño, intrascendente, en la avenida colmada de luces, sala de primeros auxilios de los derrotados y solitarios.
Un cuadro incompleto, apenas luz, casi sombra, como la brasa de un cigarrillo en la habitación a oscuras, en el lento desorden de empezar a partir.La música pretende imponerse a las voces y por momentos lo logra, creando remansos en un incansable río de palabras fluyendo sin cesar, la mayoría de las veces inútil, como si a cada uno sólo le importase escuchar su propia voz.
Eran escasas las palabras, quizá apenas las suficientes, porque temíamos destruir la fragilidad del tiempo, siempre escaso.
Tras de la barra, Aníbal espera la llegada de los habituales del trasnoche. Uno a uno los va saludando, les hace llegar el pedido de siempre, código establecido en años de compartir charlas o silencios.
Los ventanales parecen a esta hora más pequeños, el bar se convierte en una nueva versión de las cavernas que albergaron a los hombres desde que habitan el mundo.
Era un refugio seguro tu casa, allí no llegaban reclamos, allí el tiempo corría de otro modo, se alteraban las leyes de la física y podía ser instante o eternidad mediando tan sólo una mirada.
Las luces cambian la textura de las paredes, detalles antes imperceptibles se evidencian por la indiscreción de las sombras que agigantan algunas grietas.
Tal vez grieta sea la palabra que describa el principio del derrumbe. Estaba allí, casi indistinguible, pero destinada a ser el anuncio de la partida.
Lentamente, se va vaciando el bar, mientras llegan los sonidos que preceden a la madrugada.
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