De muertes e hipocresías
En el momento en que los medios de comunicación empezaban a hacer una especie de mea culpa por las atrocidades dichas acerca del asesinato de Nora Dalmasso, murió Pinochet.
Al hartazgo y la náusea que provocaba la canalización de un hecho que no debió trascender el ámbito de la crónica policial, deberemos sumar ahora el mar de palabras que se dirán del dictador, a quien, lamentablemente, la muerte le llegó antes que
Sin embargo, no deja de ser un alivio saber que ya no respira y que ha dejado una cama de hospital libre para su uso.
Pasaremos varios días escuchando a recientes defensores de los derechos humanos, relatando hechos que antes callaron: muchos de los que comentarán el horror de la dictadura, mientras ésta duró hablaron maravillas sobre la estabilidad económica, el sistema de salud, la educación, los fondos provisionales, etc., etc.; parece que la muerte trastoca valores.
¿No hay un mínimo de ética, de respeto al pensamiento y a la memoria? ¿Sirve decir en este momento lo que debió ser denunciado antes? ¿No se podría y debería utilizar la circunstancia para desenmascarar a los tiranos vivos?
Tal vez el África Subsahariana, Palestina, Chechenia, Afganistán o Irak estén muy lejos de nuestros hogares y de nuestra cultura.
Tal vez sea pedir demasiado que se dé trascendencia a las guerras actuales; intentemos algo en escala más pequeña. Es indiscutible que las dictaduras matan con violencia, pero la corrupción también mata, mutila y denigra, en procesos más lentos pero no menos dolorosos.
El tirano chileno ha muerto.
Que la memoria de sus víctimas y la de nuestros desaparecidos nos dé fuerzas para combatir a los que continúan matando lentamente a nuestros pueblos.
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