Cuando cae la lluvia, aparecen desde atrás de las hojas del pino que está frente a mi ventana, unos gusanitos muy pequeños, blanquecinos, que empiezan a caminar por la rama que toca las tejas y desde allí van cubriendo el techo poco a poco, cambiándole el color que va siendo cada vez más claro. Yo miro las gotas de lluvia y los gusanitos blancos, me pregunto qué pasaría si por muchísimos meses, quizá por años, dejara de llover. Qué harían los gusanitos, crecerían dentro del pino y lo harían volverse un árbol de navidad del Hemisferio Norte, cubierto de nieve. Pero la nieve es bien blanca y se queda quieta, a lo sumo se derrite y se transforma en una gotas de agua muy pequeñitas, transparentes y con forma de gusanito. O si empezara a llover y llover y llover, cuarenta días con sus cuarenta noches como dice la biblia que llovió una vez, cuando noé hizo su embarcación, habría tantos gusanitos como para cubrir toda la Tierra. O tal vez se ahogarían y sólo sobrevivirían el macho y la hembra que noé tuvo el cuidado de cargar en el arca, tal como se lo había solicitado la superioridad. También pienso a veces qué es lo que pasa cuando deja de llover, yo trato de estar atenta para fijarme en el exacto momento en que ya no caen las gotas de agua, pero sucede que siempre me quedo dormida antes o si no pasa que me vi obligada a ir a algún sitio horrible, todo cerrado y lleno de gente, desde donde no puedo ver ni el pino ni las tejas y entonces hasta la próxima lluvia ya no puedo saber nada. Porque cuando sale el sol aunque me fije en las hojas del pino, ya he cortado un montón de sus hojas, las he abierto con una gillette que encontré en un cajón del botiquín del baño, estaba nuevita, todavía dentro del papel en forma de sobre, qué lindos son los sobres y qué bonitas las letras que dicen GILLETTE, si yo hubiese nacido en francia me hubiese gustado llamarme algo así como Lissette o Ginette, me gusta cómo suenan esos nombres, pero uno no elige dónde nacer y mucho menos cómo llamarse, así que aunque hubiese nacido en francia podría tener un nombre que no me gustase, con un sonido seco o cortante, tal vez. Pero cuando corté la hoja del pino con la hojita afilada, no encontré nada adentro, no había ni gusanitos blancos ni huevitos ni nada, solamente una resina verde, pegajosa, que me manchó las manos y dejó toda negra la gillette, que ya no sirvió más. Y otro día, que hacía apenas un ratito que había dejado de llover, me subí al techo y no encontré ningún gusanito, eso que me fijé muy bien, o tal vez no tanto porque tenía miedo de caer y romperme un brazo o una pierna. Me parece que que no me hubiese roto la cabeza porque el techo no es tan alto y las cabezas se rompen especialmente en las películas y yo no soy de actuar en películas, aunque a veces me gustaría estar en una o si no podría empezar a hacer un documental contando lo que sé de los gusanitos pequeños, blanquitos, que salen desde atrás de las hojas del pino apenas empieza a llover y se van al techo hasta cubrirlo como si la casa se transformase en una especie de milanesa rebozada con Preferido, porque el tamaño de los gusanitos, y el color también, son exactamente iguales a los granitos del Preferido, que no sé porqué se llama así si sólo es un rebozador y no un hit musical o un suéter de cashemeer, que ese sí es mi preferido, porque es suavecito, muy suavecito y cálido, además el color me gusta y queda bien con el color de la silla en la que me siento a mirar por la ventana cuando empieza a llover.
La resonancia de los suplicios
El suplicio penal no cubre cualquier castigo corporal: es una producción diferenciada de sufrimientos, un ritual organizado para la marcación de las víctimas y la manifestación del poder que castiga, y no la exasperación de una justicia que, olvidándose de sus principios, pierde toda moderación. En los "excesos" de los suplicios, se manifiesta toda una economía del poder. Michel Foucault, Vigilar y castigar, Siglo XXI editores, Buenos Aires (2002)
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