Es una lluvia suave, pertinaz. Muy distinta de esas que caen con furia vengadora, dispuestas a eliminar todo borde superfluo, todo aquello que no esté firmemente sujeto por una raiz, una cadena o una soldadura.
Decía, es una lluvia suave.
Pero es persistente, tal vez hasta podría decirse fastidiosa. Las gotas de agua van trazando sobre la pared caminos serpenteantes antes de detenerse en algún agujero, caer por una inesperada rejilla que conduce hacia la profundidad del desagüe o agruparse para formar un torrente de mayor importancia.
Bajo un alero de chapa se guarecen tres palomas. Una es completamente blanca, la otra plomiza, la tercera es muy oscura, pero su cabeza es blanca; mientras las miro pienso que podrían ser modelos de un catálogo de pinturas, entre las tres forman una secuencia completa desde el blanco hasta el gris y viceversa, con el detalle de color que brindan sus ojitos, pequeños y rojos.
Una grieta surca la pared del fondo, es un trazo oscuro por el cual el agua de lluvia desciende hasta los cimientos; quizá descanse allí por unos días para luego seguir su viaje, que sólo se detendrá al llegar a alguna veta de suelo impermeable.
Unos yuyos crecidos entre las chapas y ladrillos del techo han dado una flores amarillas, agradecidas.
Está dejando de llover. Las palomas desafían las últimas gotas con un aleteo tímido. Se animan a cantar algunos gorriones, organizándose para cuando aparezca el sol, seguramente tendrán una gran cacería de los bichos que debieron abandonar sus huecos por la inundación, no llegan solas las tragedias de unos para beneficio de otros.
Casi sin que se note, cesa la lluvia. Un sinfín de pequeñas historias se cierran, otras apenas comienzan...
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