A veces el tiempo parece haber perdido
el riguroso atributo de la homogeneidad.
En su transcurso se suceden pausas y aceleraciones
que descontrolan todos los intentos
por reglar lo improbable.
Instantes que duran siglos son seguidos
por días como suspiros,
donde la distancia entre amanecer y ocaso
desaparece totalmente.
Resulta difícil soportar tales cambios,
atravesarlos sin perder el paso,
rápidos oleajes
e inesperadas pausas.
O tal vez de eso se trate,
de acomodar la respiración, los latidos,
el equilibrio, la canción o la mirada
para no ser esclavos de vaivenes originados
en quién sabe qué antro o extremo
de un universo indócil,
acto fallido para domesticar lo eterno.
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