Inventó
un mundo,
pequeño.
Un
mundito, diríamos.
Y
empezó a habitarlo
lapsos
cada vez más prolongados
hasta
radicarse definitivamente
allí,
entre
las pocas cosas que
cabían en él
seleccionadas
de modo meticuloso
y racional.
En
los atardeceres lentos del verano
o
en alguna madrugada luminosa de abril
puede
verse el brillo,
leve,
del
mundito inventado.
Apenas
más alto y
un poco a la izquierda
del
sitio
desde donde deslumbra
el Lucero.
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